A veces he soñado, al menos, que cuando el día del juicio amanezca y los grandes conquistadores y abogados y hombres de Estado vayan a recibir sus recompensas -sus coronas, sus laureles, sus nombres grabados indeleblemente en mármol imperecedero-, el Todopoderoso se dirigirá a Pedro y dirá, no sin cierta envidia cuando nos vea venir con libros bajo nuestros brazos, “Mira, esos no necesitan ninguna recompensa. No tenemos nada que darles aquí. Les gustaba leer”. Virginia Woolf -Un cuarto propio y otros ensayos-

Me gustaría comprar todos los libros de Tolstoi y Dostoievski que ya leí pero que no tengo en mi biblioteca. También los de Daudet. Y los de Victor Hugo. A veces me pregunto qué hice con esos libros, cómo fui capaz de perderlos, en dónde los perdí. Otras veces me pregunto para qué quiero tenerlos si ya los leí, que es la forma de tenerlos para siempre. La única respuesta posible es que los quiero para mis hijos. Sé que es una respuesta tramposa: uno tiene que salir de casa a buscar los libros que lo esperan.

Roberto Bolaño

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Sunday, February 01, 2004

Carlos Yusti -Variaciones sobre el tema de los libros-

Variaciones sobre el tema de los libros
Carlos Yusti

Hay una creencia estúpida la cual tiene como verdad que eso de leer en cantidad trastorna los sentidos. Miguel de Cervantes se valió de ella para motorizar su novela y hacer creíble su personaje. Alonso Quijano, un cincuentón, quien luego de leer muchas novelas de caballerías pierde el equilibrio mental y se asume caballero, imitando a los héroes de sus lecturas. Armado caballero sale a los caminos a vivir (y hacernos vivir) su anhelo, su pasión por darle un sentido de aventura a su vida agrisada por los años. Como es lógico su decisión le acarrea muchos reveses. Su peripecia, nada convencional, le insufla nuevo ímpetu, le revitaliza. Su parodia nos alcanza porque representa ese mundo perdido de lo amable, del sueño adquiriendo la carne trascendente de la realidad. Para mi uno de los pasajes más doloroso es ese en el que el barbero y el cura arrojan al fuego los libros de Don Quijote, como una medida de profilaxis.

Sin embargo leer libros conforma no es un encuentro con la locura, sino con la imaginación. Borges escribió: "De todos los instrumentos creados por el hombre el más asombroso es, sin duda, el libro que no es más que una extensión de la memoria y de la imaginación". El poeta André Breton sentenció: "Lo que más me gusta de ti imaginación es que nunca perdonas". La imaginación es una especie de desorden espiritual que permite a los individuos sentirse vitales, iconoclastas, a contracorriente, carentes de humildad para con los sueños y sus excesos, obligándolos, por supuesto, a reinventar el mundo desde la palabra que se escribe o que se lee. Quizá por ese motivo la lectura sin medida se asocia a una particular locura que permite al hombre salir de ese túnel que no es otro que el tedio de vivir.

Quienes se aproximan a los libros tratando de hacerse de una cultura, o procurando educarse, pierden, sin querer ser sarcástico, su tiempo. O en todo caso sólo lograran hacerse, con eso que llamó Monterroso, una cultura lacustre, es decir una cultura llena de lagunas. En mi caso particular los libros de aventuras, poéticos y románticos que leí, con voraz desorden en mi adolescencia, más que educarme (o culturizarme) matizaron las asperezas de mi hiperquinético espíritu. Como se comprenderá este beneficio en mi caso resulta bastante subjetivo y borroso. Lo que puede quedar claro es que leer buena literatura es una actividad no utilitaria y que requiere de tiempo. Para nuestra sociedad el tiempo lo es todo y la rutina diaria de producir nos subyuga con imágenes y un montón de recreaciones antiintelectuales que a la postre se vuelven rutina, pero la lectura puede rescatarnos de lo rutinario, de la opinión ágrafa que se conforma con lo que ve; nos salva de ese mundo resuelto en imágenes.

José Antonio Marina ha escrito: “La imagen se vive cálidamente pero sólo se comprende leyéndola mediante la palabra. La palabra “inteligir” procede de “intus legere”, leer dentro de las cosas. Tengo frente a mí una fotografía que ganó el premio Pulitzer. En diagonal se ve una columna de tanques, y delante del primero de ellos la figura de un hombre con una bolsa de la compra en la mano. La imagen es bella y muda. Sólo gracias al pie de foto sabemos que representa un acto de heroísmo. Cuando los tanques se dirigían a aplastar las protestas de la plaza de Tianamen, en China, un desconocido peatón se colocó delante de ellos, para intentar detener su marcha, sin saber si lo conseguiría o si sería arrollado.” Leer/escribir comporta un actividad del intelecto imprescindible para salirnos del recuadro, para expresar y entender que sucede a nuestro alrededor. Al leer las grandes obras de la literatura cruzamos, sin saber, los espejos de la imaginería literaria adentrándonos así en nuestra esencia humana donde, de seguro, ondea nuestra alma, y a la que es menester darle un uso más ético que religioso.

Ray Bradbury en su novela futurista "Farenheit 451" describe una sociedad donde los libros están proscritos. Los encargados de quemarlos, ironía aparte, son los bomberos. Los hombres y mujeres de esta sociedad son como autómatas. Viven como en la superficie de las cosas, son seres planos y su única distracción es la TV. El temor a los libros se ha registrado en tiempos pretéritos. En el "Orlando Furioso", el grandilocuente poema de Ariosto, el libro adquiere vicisitudes de arma terrible. Algunos libros como el Corán o la Biblia constituyen pilares fundamentales de lo religioso. Otros por su parte se vuelven manuales de política como "El capital" de Carlos Marx. Los hay también que marcan pautas intelectuales de un determinado periodo histórico como la Enciclopedia, empresa intelectual comandada por Denis Diderot. El Quijote desnuda la condición humana y se convierte en un paradigma de la grandeza y minusvalía del hombre que confía en sus sueños y en su imaginación. Algo mágico encierran los libros y su sola lectura es un exorcismo, un milagro.

Somos criaturas forjados en el metal maleable de las palabras. Necesitamos hablar, comunicarnos., escribirnos. Nuestro habitad, como lo acota Marina, es esencialmente lingüístico. En tal sentido es imprescindible revitalizar el lenguaje, magializarlo sin límites. Simplificarlo, destrozarlo, mutilarlo va en detrimento de nuestra esencia. George Steiner aduce que el raquitismo del lenguaje ha condenado a la mediocridad a buena parte de la literatura moderna. La tarea del escritor, en tales circunstancias, no es vana. Para el escritor el silencio no es una opción. Steiner escribe: “El santo, el iniciado, no sólo se aleja de las tentaciones de la acción mundana; se aleja también del habla. Su retiro a la cueva de la montaña o la celda monástica es el ademán externo del silencio”. Leemos para acercarnos al poder lúdico de las palabras, queremos acercarnos a todas las tentaciones, a ese ruidoso florecimiento de la metáfora.

De muchas maneras se ha anunciado el fin del libro. Por supuesto que en esta transición de cambios teleinformáticos el libro sufrirá mutaciones drásticas, pero no desaparecerá. La lectura tampoco ya que leer es un hábito distinto a mirar y escuchar. Leer es la posibilidad de acceder a la aventura y como se sabe la aventura se contrapone al adoctrinamiento estático. Creo que sin el ruidoso aroma de los libros vivir es sencillamente vegetar y comparto a plenitud lo escrito por George Steiner: "Un gran poema, una novela clásica nos acometen; asaltan y ocupan la fortaleza de nuestra conciencia. Ejercen un extraño, contundente señorío sobre nuestra imaginación y nuestros sueños más secretos. Los hombres que queman los libros saben lo que hacen".

Carlos Yusti -Los sapos son príncipes-

Los sapos son príncipes
Carlos Yusti

Mi amiga de infancia Judith Pezzente (con dos "Z" insistía siempre) poeta y excelente ser humano vivía besando sapos y ranas como si tal cosa. Ante mi asombro (y un poco de asco) de ocho años me decía: En los cuentos siempre la princesa besa a un sapo y éste se convierte en un bello príncipe. Después yo pensaba, con toda mi despabilada alma ágrafa, que lo libros traían cuestiones algo extrañas. Traté de convencerla de su equivocación, pero ella estaba convencida y molesta por mi falta de fe dejaba de hablarme por un buen rato. Jamás cesó en su absurda acción y siguió besando sapos con un convencimiento firme y a toda prueba. Derrotado ante semejante capacidad de certeza hasta yo le proporcionaba los dichosos animalejos para no contradecirla.
La vida hizo sus giros respectivos y cada cual siguió por su lado. Con mi amiga Judith me encuentro otra vez en el bachillerato. Los pasillos, y los rincones más inesperados, del Martín J. Sanabria fueron el telón de fondo de nuestras discusiones. Ya habíamos crecido algo y ahora nuestro nexo de amistad se vio reforzado porque teníamos algo en común: la lectura. Intercambiábamos libros, ideas y puntos de vista sobre lo que estábamos leyendo en ese momento. A mi amiga ya no le fascinaban los sapos, pero todavía soñaba con príncipes.
Luego de concluido el bachillerato por circunstancias y tropiezos de la existencia mi amiga y yo nos perdimos la pista durante bastante tiempo. Gracias a la literatura volvimos a encontrarnos. Ya en nuestros ojos el brillo de la ilusión estaba algo empañado, pero nuestros corazones tenían mucha ferocidad juvenil y más que soñar tratábamos de ser el sueño mismo. Con ganas más de vivir la literatura mi amiga y yo terminamos nucleados, con otros amigos, en un grupo literario llamado Los Animales Krakers. Judith escribía unos poemas vallejianos de impecables hallazgos lingüísticos. Ya ni se acordaba de su manía de besar a los pobres sapos. También los príncipes dejaron de ocupar sus ilusiones y ya le gustaban esos plebeyos y lacayos que pasaban por la calle sin los ropajes excelsos que proporciona la literatura. No obstante esa costumbre de mi amiga a mí nunca me dejó en paz. Su chistosa venia, y su risible ceremonial para besar al sapo, sin duda tan sorprendido como yo, no me abandonó jamás. Luego he pensado que en ese inocente gesto de mi amiga reside toda la indiscutible magia de los cuentos, el innegable encanto de toda la literatura: ganar adeptos para el sueño. El buen lector de historias no es aquel que es capaz de llegar al hueso del texto, no es el que puede desentrañar sus mecanismos literarios, lingüísticos y estructurales; tampoco es el que tiene la capacidad para desmontar toda la relojería de trucos y juego de espejos que poseen los relatos. El buen lector es el que tiene esa inocente capacidad de creerlo todo como le sucedió al pobre Alonso Quijano, que de tanto leer libros de caballería salió al mundo armado de caballero con escudero y todo. Como le pasó a mi amiga Judith con los sapos.
Leer para culturizarse, para sacar algo en limpio sobre la vida, o para (en el peor de los casos) formar parte de cierta filistea intelectualidad es más bien un asunto patético y estéril. Leer por obligaciones preestablecidas es la mejor manera de no llegar a disfrutar la lectura. Conozco infinidad de estudiantes de letras que han leído mucho y siguen como si nada. Leen para hacerse con un título. Apremiados y atareados no les dan tiempo a sus anhelos y a sus sueños. Tratan de no perderse en las ficciones que leen con fastidio y hasta cierto punto como forzados. Espiritualmente son un fiasco, reducidos en su vida de estudios formales. Mario Vargas Llosa ha escrito: Cuando leemos novelas no somos el que somos habitualmente, sino también los seres hechizados entre los cuales el novelista nos traslada. El traslado es una metamorfosis: el reducto asfixiante que es nuestra vida real se abre y salimos a ser otros, a vivir vicariamente experiencias que la ficción vuelve nuestras. Sueño lúcido, fantasía encarnada, la ficción nos completa, a nosotros, seres mutilados a quienes ha sido impuesta la atroz dicotomía de tener una sola vida y los deseos y fantasías de desear mil. Leer por ocio, por placer o por la real gana es por ende la mejor manera de disfrutar la literatura.
Fernando Savater ha escrito que el narrador de historias siempre acaba de llegar de un largo viaje, en el que ha conocido las maravillas y el terror. Este truco lo utiliza Swift en Los viajes de Gulliver, Lewis Carrol en Alicia en el país de las maravillas, Stevenson en La isla del tesoro, Melville en Moby Dick y Julio Verne en casi todas sus historias. Uno como lector también participa de dicho viaje. Cuando mi amiga Judith besaba a los sapos venía de ese largo viaje. Con su gesto narraba algo que la había cautivado. En ese momento no comprendí. Luego con el tiempo y a través de algunas lecturas yo realizaría esa misma travesía.
Más que leer he vivido y bebido mucha literatura. He podido medio entender la vida gracias a la literatura y viceversa. Se hace lo que se puede. No sé si la lectura de libros me ha hecho mejor persona; lo que sí sé es que he disfrutado a mares leyendo libros. Además mis mejores amigos son poetas, novelistas o lectores crónicos como yo. La literatura ha sido un excelente puente entre otros seres que como yo no saben de qué carajo va la vida, pero que están plenamente convencidos de que sin el sueño de la literatura es imposible dormir con placidez, sin el sueño de la literatura es improbable construir algo sólido en la realidad de todos los días.
Con mi amiga Judith todavía conservo una gran amistad. Yo he engordado. Ella se ha puesto más estilizada y su rostro ha adquirido la lírica de las divas del cine mudo. Todavía fuma y el humo de su cigarrillo tiene el brillo de una flor en la oscuridad. Le he conocido algunos enamorados evanescentes con veleidades líricas, uno que otro marinovio. Los cuales para mí sólo eran sapos, cuestión que nunca le dije por supuesto, bichos (física y espiritualmente) trasmutados en personas. Tiene una hija ya aborrecente (a los adolescentes todo les aborrece y fastidia). Cuando voy a Valencia nos reunimos y entre tragos contabilizamos nuestras pérdidas y ganancias. En broma le digo, ya ebrio de cariño y amistad: Los sapos son príncipes. Ella lanza una carcajada y luego seria me dice: No te creas. Los hombres son sapos y los príncipes son sólo literatura. Aunque, pensándolo bien, tú eres un príncipe, ven que te doy un beso. O sea que acepto el beso en la mejilla con un poco de temor, ya que como sapo no podría escribir estas cosas.

Caracas, 2002