A veces he soñado, al menos, que cuando el día del juicio amanezca y los grandes conquistadores y abogados y hombres de Estado vayan a recibir sus recompensas -sus coronas, sus laureles, sus nombres grabados indeleblemente en mármol imperecedero-, el Todopoderoso se dirigirá a Pedro y dirá, no sin cierta envidia cuando nos vea venir con libros bajo nuestros brazos, “Mira, esos no necesitan ninguna recompensa. No tenemos nada que darles aquí. Les gustaba leer”. Virginia Woolf -Un cuarto propio y otros ensayos-

Me gustaría comprar todos los libros de Tolstoi y Dostoievski que ya leí pero que no tengo en mi biblioteca. También los de Daudet. Y los de Victor Hugo. A veces me pregunto qué hice con esos libros, cómo fui capaz de perderlos, en dónde los perdí. Otras veces me pregunto para qué quiero tenerlos si ya los leí, que es la forma de tenerlos para siempre. La única respuesta posible es que los quiero para mis hijos. Sé que es una respuesta tramposa: uno tiene que salir de casa a buscar los libros que lo esperan.

Roberto Bolaño

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Sunday, August 01, 2004

Jesper Senbro -La invención de la lectura silenciosa-

LA INVENCIÓN DE LA LECTURA SILENCIOSA
Por Jesper Svenbro

En su artículo «Silent Reading in Antiquity» (1968), Bernard Knox cita dos textos del siglo V a.C. que parecen demostrar que los griegos -o para ser más precisos, algunos de ellos- practicaban la lectura silenciosa, y que en la época de la guerra del Peloponeso, los poetas dramáticos podían contar con una familiaridad de su público con ella. El primero de esos textos era un pasaje del Hipólito de Eurípides, que data del 428 a.C. Teseo ve la tablilla de escritura que pendía de la mano de Fedra, y se pregunta qué era lo que le podía anunciar. Rompe el sello. El coro interviene para cantar su inquietud, hasta que le interrumpe Teseo, exclamando: «¡Ay! ¿Qué desgracia intolerable, indecible, vendrá a añadirse a la desgracia? ¡Infortunado de mí! A petición del coro, revelará después el contenido de la tablilla, no leyéndola en voz alta, sino resumiendo su contenido. La había leído claramente en silencio, durante el canto del coro.
El segundo texto de Knox es un pasaje de Los caballeros de Aristóteles, fechado en 424 a.C. Se trataba de la lectura de un oráculo escrito, que Nicias logró robarle a Paflagón: «Déjamelo para que lo lea», le dice Demóstenes a Nicias, quien le escanciaba una primera copa de vino y le pregunta: «¿Qué dice el oráculo?» A lo que Demóstenes, absorto en su lectura, le replica: «¡Lléname otra copa!» «¿De veras dice que te llene otra copa?», le pregunta entonces Nicias, creyendo que se trataba de una lectura en voz alta hecha por Demóstenes. Esa broma se repite y se amplía en los versos siguientes, hasta que Demóstenes le revela a Nicias: «Aquí dentro se dice cómo va a parecer el propio Paflagón». Le ofrece luego un resumen del oráculo. No lo lee: lo ha hecho ya, en silencio. Ese pasaje nos presenta a un lector que tenía la costumbre de leer para sus adentros (y que hasta sabía hacerlo y pedir de beber al mismo tiempo...) junto a un oyente que no parecía acostumbrado a esa práctica sino que toma las palabras pronunciadas por el lector por palabras leídas, cuando en realidad no lo eran.
La escena de Los caballeros es especialmente instructiva, por menos de entrada, porque indica que la práctica de la lectura silenciosa no era una cosa conocida por todos en 424 (Platón tenía entonces cinco años), aunque se daba por supuesto que el público de la comedia la conocía. Era una práctica reservada a un número limitado de lectores, y sin duda desconocida por buen número de griegos, sobre todo -cabe pensar- por los analfabetos, que no conocían la escritura más que «desde fuera». Además, conviene recordar que los dos documentos citados eran de procedencia ateniense; en lugares como Esparta, donde se esforzaban por limitar la enseñanza de las letras a «lo estrictamente necesario», la lectura silenciosa debió ser todavía menos susceptible de ser conocida, y menos practicada. Para el lector que leía poco y de manera esporádica era probable que el desciframiento lento y a tientas de lo escrito no engendraría la necesidad de una interiorización de la voz, ya que la voz era precisamente el instrumento mediante el cual la secuencia gráfica era reconocida como lenguaje. Ya hemos visto que la sonorización de lo escrito se programaba, negativamente, mediante la ausencia de intervalos. Y si esa sonorización era un valor en sí, ¿por qué s iba a sentir la necesidad de abandonar la scriptio continua, obstáculo técnico al desarrollo de la lectura silenciosa?
Porque la ausencia de intervalos era un obstáculo, y lo siguió siendo. Pero no fue un obstáculo insalvable, como cabría creerlo partiendo de la experiencia medieval, en la cual, según Paul Saenger, la word division fue una condición necesaria para que pudiera difundirse la lectura silenciosa, practicada por monjes que copiaban textos en silencio. Porque, como acabamos de comprobar, los griegos parecen haber sabido leer en silencio, aun conservando la scriptio continua. Como sugiere Knox, el manejo frecuente de grandes cantidades de texto abrió la posibilidad de una lectura silenciosa en la Antigüedad, silenciosa y, por tanto, rápida. En el siglo V a.C. es verosímil que Heródoto abandonase la lectura en alta voz en el transcurso de su labor de historiador; y, ya en la segunda mitad del siglo VI, quienes en Atenas bajo los pisistrátidas se ocuparon del texto homérico con miras así filológicas -como pudo hacerlos el poeta Simónides- tuvieron sin duda la ocasión de aplicar esa técnica. Técnica reservada a una minoría, claro está, pero una minoría importante en la que se hallaban desde luego los poetas dramáticos.
La introducción del intervalo no bastó para generalizar la lectura silenciosa en la Edad Media. Fue preciso algo más que esa innovación técnica llevada a cabo ya en el siglo VII de nuestra era. Fueron precisas las exigencias de la ciencia escolástica para que las ventajas de la lectura silenciosa -rapidez, inteligibilidad- fueran descubiertas y explotadas en gran escala. Efectivamente, fue en el seno de la ciencia escolástica donde pudo «cuajar» la lectura silenciosa, si bien permaneció prácticamente desconocida en el resto de la sociedad medieval. Y del mismo modo -digo yo- el manejo de grandes cantidades de textos no sería un factor suficiente para que la lectura silenciosa «cuajase» a lo largo del siglo V a.C. en determinados círculos de la Grecia antigua. La lectura extensiva parece más bien ser fruto de una innovación cualitativa en la actitud respecto de lo escrito. Fruto de todo un contexto mental, nuevo y poderoso, capaz de reestructurar las categorías de la lectura tradicional. Porque no cabe que la lectura silenciosa fuese estructurada solamente por el hecho cuantitativo: verdad es que el propio Knox no cita más que a autores postclásicos -por ejemplo, el muy erudito Dídimo de Alejandría, autor de varios millares de libros- cuando quiere evocar las dilatadas lecturas de los clásicos. Puede serlo, en cambio, mediante la experiencia del teatro.