Carlos Yusti -Los sapos son príncipes-
Los sapos son príncipes Carlos Yusti Mi amiga de infancia Judith Pezzente (con dos "Z" insistía siempre) poeta y excelente ser humano vivía besando sapos y ranas como si tal cosa. Ante mi asombro (y un poco de asco) de ocho años me decía: En los cuentos siempre la princesa besa a un sapo y éste se convierte en un bello príncipe. Después yo pensaba, con toda mi despabilada alma ágrafa, que lo libros traían cuestiones algo extrañas. Traté de convencerla de su equivocación, pero ella estaba convencida y molesta por mi falta de fe dejaba de hablarme por un buen rato. Jamás cesó en su absurda acción y siguió besando sapos con un convencimiento firme y a toda prueba. Derrotado ante semejante capacidad de certeza hasta yo le proporcionaba los dichosos animalejos para no contradecirla. La vida hizo sus giros respectivos y cada cual siguió por su lado. Con mi amiga Judith me encuentro otra vez en el bachillerato. Los pasillos, y los rincones más inesperados, del Martín J. Sanabria fueron el telón de fondo de nuestras discusiones. Ya habíamos crecido algo y ahora nuestro nexo de amistad se vio reforzado porque teníamos algo en común: la lectura. Intercambiábamos libros, ideas y puntos de vista sobre lo que estábamos leyendo en ese momento. A mi amiga ya no le fascinaban los sapos, pero todavía soñaba con príncipes. Luego de concluido el bachillerato por circunstancias y tropiezos de la existencia mi amiga y yo nos perdimos la pista durante bastante tiempo. Gracias a la literatura volvimos a encontrarnos. Ya en nuestros ojos el brillo de la ilusión estaba algo empañado, pero nuestros corazones tenían mucha ferocidad juvenil y más que soñar tratábamos de ser el sueño mismo. Con ganas más de vivir la literatura mi amiga y yo terminamos nucleados, con otros amigos, en un grupo literario llamado Los Animales Krakers. Judith escribía unos poemas vallejianos de impecables hallazgos lingüísticos. Ya ni se acordaba de su manía de besar a los pobres sapos. También los príncipes dejaron de ocupar sus ilusiones y ya le gustaban esos plebeyos y lacayos que pasaban por la calle sin los ropajes excelsos que proporciona la literatura. No obstante esa costumbre de mi amiga a mí nunca me dejó en paz. Su chistosa venia, y su risible ceremonial para besar al sapo, sin duda tan sorprendido como yo, no me abandonó jamás. Luego he pensado que en ese inocente gesto de mi amiga reside toda la indiscutible magia de los cuentos, el innegable encanto de toda la literatura: ganar adeptos para el sueño. El buen lector de historias no es aquel que es capaz de llegar al hueso del texto, no es el que puede desentrañar sus mecanismos literarios, lingüísticos y estructurales; tampoco es el que tiene la capacidad para desmontar toda la relojería de trucos y juego de espejos que poseen los relatos. El buen lector es el que tiene esa inocente capacidad de creerlo todo como le sucedió al pobre Alonso Quijano, que de tanto leer libros de caballería salió al mundo armado de caballero con escudero y todo. Como le pasó a mi amiga Judith con los sapos. Leer para culturizarse, para sacar algo en limpio sobre la vida, o para (en el peor de los casos) formar parte de cierta filistea intelectualidad es más bien un asunto patético y estéril. Leer por obligaciones preestablecidas es la mejor manera de no llegar a disfrutar la lectura. Conozco infinidad de estudiantes de letras que han leído mucho y siguen como si nada. Leen para hacerse con un título. Apremiados y atareados no les dan tiempo a sus anhelos y a sus sueños. Tratan de no perderse en las ficciones que leen con fastidio y hasta cierto punto como forzados. Espiritualmente son un fiasco, reducidos en su vida de estudios formales. Mario Vargas Llosa ha escrito: Cuando leemos novelas no somos el que somos habitualmente, sino también los seres hechizados entre los cuales el novelista nos traslada. El traslado es una metamorfosis: el reducto asfixiante que es nuestra vida real se abre y salimos a ser otros, a vivir vicariamente experiencias que la ficción vuelve nuestras. Sueño lúcido, fantasía encarnada, la ficción nos completa, a nosotros, seres mutilados a quienes ha sido impuesta la atroz dicotomía de tener una sola vida y los deseos y fantasías de desear mil. Leer por ocio, por placer o por la real gana es por ende la mejor manera de disfrutar la literatura. Fernando Savater ha escrito que el narrador de historias siempre acaba de llegar de un largo viaje, en el que ha conocido las maravillas y el terror. Este truco lo utiliza Swift en Los viajes de Gulliver, Lewis Carrol en Alicia en el país de las maravillas, Stevenson en La isla del tesoro, Melville en Moby Dick y Julio Verne en casi todas sus historias. Uno como lector también participa de dicho viaje. Cuando mi amiga Judith besaba a los sapos venía de ese largo viaje. Con su gesto narraba algo que la había cautivado. En ese momento no comprendí. Luego con el tiempo y a través de algunas lecturas yo realizaría esa misma travesía. Más que leer he vivido y bebido mucha literatura. He podido medio entender la vida gracias a la literatura y viceversa. Se hace lo que se puede. No sé si la lectura de libros me ha hecho mejor persona; lo que sí sé es que he disfrutado a mares leyendo libros. Además mis mejores amigos son poetas, novelistas o lectores crónicos como yo. La literatura ha sido un excelente puente entre otros seres que como yo no saben de qué carajo va la vida, pero que están plenamente convencidos de que sin el sueño de la literatura es imposible dormir con placidez, sin el sueño de la literatura es improbable construir algo sólido en la realidad de todos los días. Con mi amiga Judith todavía conservo una gran amistad. Yo he engordado. Ella se ha puesto más estilizada y su rostro ha adquirido la lírica de las divas del cine mudo. Todavía fuma y el humo de su cigarrillo tiene el brillo de una flor en la oscuridad. Le he conocido algunos enamorados evanescentes con veleidades líricas, uno que otro marinovio. Los cuales para mí sólo eran sapos, cuestión que nunca le dije por supuesto, bichos (física y espiritualmente) trasmutados en personas. Tiene una hija ya aborrecente (a los adolescentes todo les aborrece y fastidia). Cuando voy a Valencia nos reunimos y entre tragos contabilizamos nuestras pérdidas y ganancias. En broma le digo, ya ebrio de cariño y amistad: Los sapos son príncipes. Ella lanza una carcajada y luego seria me dice: No te creas. Los hombres son sapos y los príncipes son sólo literatura. Aunque, pensándolo bien, tú eres un príncipe, ven que te doy un beso. O sea que acepto el beso en la mejilla con un poco de temor, ya que como sapo no podría escribir estas cosas. Caracas, 2002 |