Roger Chartier -El concepto de lector moderno-
El concepto del lector moderno Roger Chartier École des Hautes Études en Sciences Sociales-Paris Este trabajo está dedicado a presentar cómo afectaron a los lectores de España las mutaciones que modificaron profundamente las relaciones con la cultura escrita en la Europa de la primera Edad Moderna. Libros impresos, textos manuscritos ¿Se puede definir la «modernidad» de la lectura de los años 1480-1680 a partir de la circulación de los textos impresos? Es claro que con la imprenta se ampliaron a la vez el público de los lectores y la familiaridad con los libros. El librero condenado al infierno, en los Sueños de Quevedo, lo indica irónicamente: «yo y todos los libreros nos condenamos por las obras malas que hacen los otros, y por lo que hicimos barato de los libros en romance y traducidos del latín, sabiendo ya con ellos los tontos lo que encarecían en otros tiempos los sabios, que ya hasta el lacayo latiniza, y hallarán a Horacio en castellano en la caballeriza» (Arellano, 186). Facilitando la multiplicación de los ejemplares, las ediciones en pequeño formato, las traducciones en las lenguas vulgares, la imprenta aseguró la difusión de los textos clásicos y sabios más allá de los medios restringidos que solían leerlos en la cultura manuscrita. Semejante divulgación de la cultura escrita otorgada por la imprenta, fundamentó el desprecio de la nueva técnica y de sus productos (Bouza, 1977). Duraderamente en los siglos XVI y XVII se opuso a la alabanza de la invención de Gutemberg, las quejas contra las corrupciones que había introducido. Tanto los autores fieles a un modelo aristocrático de la escritura como los eruditos de la «Respublica litteratorum» despreciaban el negocio de los libreros y la publicación impresa de los textos, porque según ellos, corrompían a la vez la integridad de las obras, deformadas por los yerros y gazapos los componedores y correctores ignorantes, la ética literaria, destruida por la codicia, la avidez y las piraterías de los editores, y, finalmente, el sentido mismo de los textos, comprados y leídos por lectores incapaces de entenderlos. Los aristócratas y los eruditos preferían la circulación manuscrita de las obras porque destinaba los textos sólo a los que podían apreciarlos o comprenderlos, y porque expresaba la ética de obligaciones recíprocas que caracterizaba tanto la urbanidad nobiliaria como las prácticas intelectuales eruditas. No abandonó el lector moderno los manuscritos. En las casas aristocráticas, la advertencias y consejos que los nobles componían para sus hijos conservaron una forma manuscrita que, a la vez protegía su secreto o privacidad y permitía la incorporación de correcciones o adiciones. Pero más allá del ámbito nobiliario, la lectura de los textos manuscritos se mantuvo durante toda la primera Edad Moderna. El caso inglés propone una tipología de esta producción manuscrita que indica los géneros que fueron más que otros trasladados por copistas profesionales o simples lectores como por ejemplo los discursos, libelos o sátiras políticas, las obras poéticas reunidas en misceláneas, o las partituras (Love, Woudhuysen). Podemos pensar que la situación era idéntica en el mundo español de los siglos XVI y XVII y que la lectura moderna no significó el fin de la circulación de los manuscritos. Lectura silenciosa, lectura en voz alta La más espectacular de las mutaciones reside en los progresos de la lectura silenciosa que no supone la oralización del texto para los otros o para sí mismo. Ya antes de la invención de la imprenta, este modo de leer se había difundido en el mundo universitario medieval y escolástico, y después en las cortes y las aristocracias seglares (Alessio, Saenger). Durante los dos siglos de la primera modernidad, la práctica conquista lectores más numerosos, que no son lectores profesionales o cortesanos y a quienes les gustan las obras de ficción. Diversos son los indicios de esta transformación de la práctica de lectura que supone que el lector pueda entender un texto sin necesariamente leerlo en voz alta. Por un lado, el verbo «leer» adquiere comúnmente el significado de leer silenciosamente. Cervantes casi siempre lo empleaba con este sentido y añadía un adverbio o una expresión («leyendo en pronunciando», «leyendo en voz clara», «leyendo alto») cuando evocaba una lectura oralizada (Frenk 1999). Por otro lado, es la percepción de los progresos de la lectura silenciosa la que refuerza la denuncia de los efectos peligrosos de la ficción tal como los denunciaban ya anteriormente la condena cristiana de los malos ejemplos y la referencia neoplatónica a la expulsión de los poetas de la República (Ife). Se consideraba que las fábulas, cuando estaban leídas silenciosamente, se apoderaban con una fuerza irreprimible de lectores maravillados y embelesados, que percibían el mundo imaginario desplegado por el texto literario como más real que la realidad misma. Cervantes ejemplificó este poder de la lectura silenciosa por su manera de inscribir el inverosímil Coloquio de los perros dentro del Casamiento engañoso. En efecto, Campuzano no lee en voz alta ni recita el Diálogo de los perros del Hospital de la Resurrección de Valladolid que oyó y trasladó, sino que propone a Peralta leerlo privadamente, silenciosamente, como si esta relación con la ficción permitiera más fácilmente la creencia en lo increíble: «Yo me recuesto -dijo el Alférez- en esta silla, en tanto que vuestra merced lee, si quiere, esos sueños o disparates» (Molho, 124). Sin embargo la difusión más extendida de la lectura silenciosa no debe hacer olvidar la larga y profunda persistencia de las prácticas de las lecturas oralizadas en la España de los siglos XVI y XVII. Para ciertos autores, fieles al Tesoro de la lengua castellana de Sebastián Covarrubias (1611), que define «leer» como «pronunciar con palabras lo que por letras está escrito», el verbo seguía significando leer en voz alta. Es el caso de Lope de Vega que precisaba el verbo cuando aludía a una lectura silenciosa- por ejemplo escribiendo «leer para sí» (Frenk, 1999)-. Como práctica de la sociabilidad letrada, la lectura en voz alta se apoderaba de todos los géneros literarios: no sólo los géneros poéticos en sus diversas formas, sino también las novelas caballerescas o pastoriles, los libros de historia, las epístolas o las obras teatrales (Frenk, 1977, 21-38). El prólogo de Fernando de Rojas y los versos de Alonzo de Proaza, muestran claramente que el texto de la Celestina se dirigía a un lector que iba a leer la obra en voz alta para un público restringido de oyentes. Indica el autor: «Assí que cuando diez personas se juntaren a oír esta comedia en quien sepa esta differencia de condiciones, como suele acaescer, ¿quién negará que aya contienda en cosa que de tantas maneras se entienda?», y precisa el «corrector de la impressión»: «Si amas y quieres a mucha atención / leyendo a Calisto mover los gentes, / cumple que sepas hablar entre dientes / a vezes con gozo, esperança y passión, / a vezes ayrado con gran turbación; / Finge leyendo mil artes y modos; / Pregunta y responde por boca de todos, / llorando o ryiendo en tiempo y sazón» (Severin, 80-81 y 345). Numerosas son las circunstancias de la vida cortesana o aristocrática que movilizaban la lectura en voz alta (Bouza, 2000, 99-100). Así, las lecturas dirigidas al príncipe cuando comía o después de su cena; las lecturas religiosas hechas por el amo de casa para su familia o sus criados; las lecturas de los libros de caballerías entre madre y hija, tal como las recuerda Teresa de Jesús (Chicharro 123-124); o las lecturas para pasar tiempo, como ésta que propone don Juan a don Jerónimo, en el capítulo LIX de la Segunda Parte del Quijote: «Por vida de vuestra merced, señor don Jerónimo, que en tanto que traen la cena leamos otro capítulo de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha» (Rico, 1998, 1110). La lectura en voz alta desempeñaba otro papel: transmitir los textos a los analfabetos que son numerosos en la España del Siglo de Oro, aunque los niveles de alfabetización en la Península no sean tan débiles como se ha afirmado durante mucho tiempo (Viñao Frago). Cervantes ficcionalizó semejante transmisión de los textos en el capítulo XXXII de la Primera parte del Quijote, donde el ventero Juan Palomeque evoca la lectura en voz alta de dos novelas de caballería, Don Cirongilio de Tracia y Felixmarte de Hircania, y de una crónica, la Historia del Gran Capitán Gonzalo Hernández de Córdoba: «cuando es tiempo de la siega, se recogen aquí las fiestas muchos segadores, y siempre hay algunos que saben leer, el cual coge uno destos libros en las manos, y rodeámos dél más de treinta, y estámosle escuchando con tanto gusto, que nos quita mil canas» (Rico, 1998, 369). Se aseguraba así a los textos de ficción, una circulación más allá de los «lectores», la lectura en voz alta era sin duda movilizada de una manera aún más importante para los sacerdotes y los predicadores. Con la presentación de imágenes y la teatralización de la palabra viva, la lectura y el comentario de pasajes, tanto de las Escrituras como de libros de devoción, eran una de las estrategias esenciales de la misión católica. Es muy claro entonces, que la forma «moderna» de la lectura en silencio y en soledad, no borró inclusive para los letrados, las prácticas más antiguas que ligaban el texto y la voz. La lectura docta La primera Edad Moderna conoció una transformación importante de los hábitos de lectura de los doctos. Fernando Bouza esbozó una tipología de este nuevo modo de leer que hace hincapié en tres prácticas: confeccionar cuadernos o cartapacios de citas, hacer escolios manuscritos junto al texto impreso, elaborar sumas del contenido de los libros leídos (Bouza, 2000, 84-85). Todas estas maneras de leer se remiten a una misma técnica intelectual común: la técnica de los tópicos o lugares comunes. Dos objetos fueron el soporte y el símbolo de esa manera de leer. El primero es la rueda de libro. Estaba ya presente en las bibliotecas medievales, pero los ingenieros del Renacimiento propusieron su perfeccionamiento gracias a los progresos de la mecánica. Movida por una serie de engranajes, la rueda de libros le permitía al lector hacer que simultáneamente aparecieran ante su vista los diferentes libros que estaban dispuestos en cada uno de los pupitres del aparato. La lectura que autorizaba ese instrumento era una lectura de varios libros a la vez. El lector docto que la realizaba era un lector que confrontaba, comparaba y cotejaba los textos, que los leía para extraer de ellos citas y ejemplos, y que los anotaba al fin de recopilar los pasajes que retenían su atención. Los cuadernos de tópicos recibían los fragmentos textuales así marginados. Se trataba, en primer lugar, de un instrumento pedagógico ya que cada estudiante debía copiar en unos cuadernillos, organizados por temas y tópicos, las citas que merecían una atención particular por su interés gramatical, su ejemplaridad estilística o su valor demostrativo. Es así que Lope de Vega indicó a su hijo, en la dedicatoria de su comedia El verdadero amante: «Si no os inclináredes a las letras humanas, de que tengáis pocos libros, y esos selectos, y que le saquéis las sentencias, sin dejar pasar cosas que leáis notable sin línea o margen» (Case, 104). Pero los cuadernos de lugares comunes acompañaban también todas las lecturas sabias. La abundancia de «sentencias» que contenían alimentaba el ideal retórico de la «copia verborum ac rerum», necesaria para toda argumentación o composición tal como lo demuestran los «libros» de lugares comunes del siglo XVI, conservados por ejemplo los «notata» de Alvar Gómez de Castro, Pedro Velázquez o Juan Vázquez de Mármol (Bouza, 200, 84-85). La lectura que caracterizaba la técnica de los tópicos tenía sus especialistas: aquellos lectores profesionales empleados por las familias aristocráticas para acompañar a sus hijos en las universidades, asumir las tareas de secretario o de «lector», y componer los epítomes, compendios, y glosas que ayudaban a su amo en la lectura de los clásicos (Jardine y Grafton). Pero más allá de estos profesionales de la lectura, a menudo antiguos graduados universitarios, los libros de lugares comunes constituían un recurso compartido para cualquiera lectura letrada. Dos iniciativas de los editores lo demuestran. Por un lado, numerosas fueron las ediciones de obras teatrales o poéticas que indicaron con diversos dispositivos (bastardilla, comas invertidas, estrellas, o pequeñas manos en las márgenes) los versos o la líneas que el lector debía destacar y eventualmente copiar (Hunter). Por otro lado, algunos editores publicaron antologías impresas de lugares comunes que circulaban en toda Europa y que permitían a los lectores conseguir fácilmente las citas que necesitaban para la composición de sus propios textos (Moss). Los repertorios de apotegmas (definidos por Covarrubias como «una sentencia breve dicha con espíritu y agudeza, por persona grave y de autoridad») que recopilaban los dichos emitidos por los Antiguos o autores españoles canónicos, desempeñaban un papel semejante procurando a su lector las citas indispensables a una argumentación (Cuartero y Chevalier). Lengua vulgar y lectura en latín Otra definición del lector moderno podría vincularse con la lectura en lengua vulgar. En el Diálogo de la lengua, Valdés contesta así la pregunta de Coriolano en cuanto a los libros castellanos que deben leerse por su buen estilo: «Digo que, como sabéis, entre lo que está escrito en lengua castellana principalmente ay tres suertes de scrituras, unas en metro, otras en prosa, compuestas de su primer nacimiento en lengua castellana, agora sean, falsas, agora verdaderas; otras ay traduzidas de otras lenguas, espacialmente de la latina» (Barbolani, 239-240). Solamente cincuenta años después de la introducción de la imprenta en España, Juan de Valdés podía proponer una biblioteca de las mejores obras en lengua vernacular que contenía libros «romançados de latín» (el Boecio de consolación, el Enquiridión, algunos textos de devoción), traducciones del italiano (por ejemplo la del Cortesano, que sin embargo, Valdés pretendía no haber leído), los poetas castellanos del siglo XV, los libros de caballería, y La Celestina, de la cual Valdés dice: «Corregidas estas dos cosas (el uso de vocablos fuera de propósito y el abuso de vocablos «tan latinos que no se entienden en castellano»), soy de opinión que ningún libro ay escrito en castellano donde la lengua esta más natural, más propia ni más elegante» (Barbolani, 255). A este repertorio literario, Juan de Valdés añadía las coplas, romances, canciones y villancicos que se encuentran impresos en el Cancionero general «porque en aquellos refranes se vee muy bien la puridad de la lengua castellana» (Barbolani, 126). Tanto la actividad editorial como el contenido de las bibliotecas particulares siguieron, pero con un notable retraso, los progresos de la escritura en lengua vulgar. Por un lado, los libros en latín mantuvieron su importancia en la producción libresca. Constituyeron entre 35 y 45% de los libros impresos en cada década en Valencia entre 1490 y 1536 y aún 52% entre 1545 y 1572 (Berger, 366); mientras que en Barcelona formaron el 60% de la producción editorial entre 1501 y 1509, entre 45% y 50% entre 1510 y 1529, y entre 25% y 35% para la décadas comprendidas entre 1530 y 1589, salvo entre 1560 y 1569, donde alcanzaron el 41% (Peña, 1996, 288). En ambas ciudades la castellanización de la producción progresa durante el siglo XVI a expensas, tanto del valenciano y del catalán, como del latín. La conquista del castellano fue más precoz en Valencia, ya que es en la década de 1510, que los libros en castellano superaron a los que estaban en valenciano, y es en la década 1520, cuando compusieron entre el 50% y 66% de la producción. La conquista fue más lenta en Barcelona, donde es recién en la década 1560, cuando los libros en castellano, superaron a los que estaban en catalán, para lograr más del 60% recién a partir de 1580. Por otro lado, en Barcelona por lo menos, las bibliotecas de las elites urbanas tradicionales, eclesiásticas pero también seglares, mostraron una resistencia aún más fuerte del latín que continúa siendo la lengua dominante en estas colecciones (Peña, 1997). La «modernidad» lingüística caracterizó ante todo las bibliotecas más modestas de los mercaderes y artesanos, dominadas por el catalán hasta el último tercio del siglo y, después, por el castellano. Esto no significa que en la Barcelona del siglo XVI no circulaban en una amplia escala textos impresos en lengua catalana, sino que estos textos pertenecían a los repertorios de los «papeles populares» sin valor económico que no registraban los notarios cuando hacían el inventario de los libros de un difunto: berceroles, franselms, isopets, goigs, llunaris, calendaris, cobles, etc. Es claro, sin embargo, que más duraderamente que lo sugiere la «biblioteca» en romance de Juan de Valdés, los textos en latín conservaron una importancia fundamental en la producción y la posesión de los libros. En 1672 la bibliografía «nacional» de Nicolás Antonio, publicada en latín en Roma, borró la diferencia entre lengua antigua y lengua vulgar puesto que la obra mencionaba a todos los autores antiguos o contemporáneos que nacieron en una «patria» que pertenece -o perteneció- a la monarquía española y que escribieron en latín o en la lengua «popular» (Antonio). Un doble criterio organizaba entonces el monumento edificado a la gloria de las letras españolas por Nicolás Antonio: el criterio de la soberanía política -aún cuando no exista más como en el caso de los autores portugueses incluidos en la Bibliotheca Hispana- y el criterio de la lengua que condujo a acoger a autores extranjeros pero que redactaron sus escritos en «la lengua nacional de nuestro pueblo». Escrita en latín pero con comentarios en castellano sobre las obras, procurando referencias a libros redactados en ambas lenguas, la Bibliotheca Hispana reivindicaba y alababa un patrimonio literario «nacional» cuya excelencia estaba presentada a la Europa letrada como contrapunto a la decadencia de la monarquía católica (Géal). La obra de Nicolás Antonio debe ubicarse en un doble contexto. En primer lugar, es un ejemplo tardío del género de las bibliografías que a partir de finales del siglo XV habían publicado sea un catálogo de los autores nacidos en un mismo territorio «nacional», como por ejemplo en los libros de Johnan Tritheim para Alemania (1495) o John Bale para Gran Bretaña (1548), o bien un catálogo de los autores que escribieron en la lengua vulgar: así la Libraria de Anton Francesco Doni (1550), la Bibliothèque de François de La Croix du Maine (1584) o la Bibliothèque d'Antoine Du Verdier (1585) (Chartier, 76-89). En España, semejante proyecto había conducido a la publicación de dos «bibliotecas» que la obra de Nicolás Antonio querría armonizar: la Hispaniae Bibliothecae de Andreas Schott (alias Peregrinus), publicada en Francfurt en 1608 escrita en latín y dominada por las obras en esta lengua, y el Epítome de una Biblioteca oriental y occidental, náutica y geográfica de Antonio León Pinelo, editado en Madrid en 1629, que traducía al castellano los títulos de obras escritas en cuarenta y cuatro lenguas tanto en la Península como en las Indias. La Bibliotheca Hispana se sitúa también en el marco de los nuevos instrumentos propuestos a los lectores para que puedan ordenar y componer sus bibliotecas: los repertorios de autores y títulos tal como los libros de Schott o Pinelo, los catálogos de bibliotecas ilustres que circulaban en ediciones impresas (por ejemplo en el caso de las bibliotecas de Antonio Agustín, arzobispo de Tarragona, o de Gabriel Sora y Aguerri, obispo de Albarracín, cuyos catálogos fueron editados en 1586 y 1618), y, finalmente, los métodos para organizar cualquier colección de libros, real o posible. En España, el primer ejemplo impreso de tal libro es el De bene disponenda bibliotheca publicado por Francisco de Araoz en Madrid en 1631 (Solís de los Santos). Impreso en 8º «para poder tenerse más fácilmente a mano y llevarse con la suficiente comodidad por donde se quiera mientras se trabaja en la formación de bibliotecas», el libro de Francisco de Araoz distribuía entre quince categorías los títulos de los libros que sin establecer un repertorio cerrado procuraban ejemplos para la constitución de una colección de libros «dignos de ubicación, estudio y ponderación» (Solís de los Santos, 106 y 116). Estos instrumentos intentaban responder a dos ansiedades contradictorias frente a la cultura escrito. La primera era el temor de la perdida, de la desaparición. Fundamentó en el Renacimiento la búsqueda de los textos antiguos, la copia y la impresión de los manuscritos, la constitución de las bibliotecas regias o principescas que, como la Laurentina, debían abarcar todos los saberes y encerrar dentro de sus muros y apartados (sesenta y cuatro en la biblioteca del Escorial) el universo mismo (Bouza, 1998, 168-185). Pero la acumulación de los libros antiguos y la multiplicación de los nuevos gracias a la imprenta produjeron otra inquietud: el miedo frente a un exceso indomable, a una abundancia caótica. Tanto en España como en otras partes de Europa, los catálogos, cualquiera que sea su objeto (una colección particular, un repertorio de los autores de una «nación», la propuesta de una biblioteca ideal) fueron instrumentos poderosos para establecer un orden moderno de los discursos. Discreto lector y vulgo La imprenta sustituyó a las audiencias separadas y especializadas de la edad del manuscrito por un nuevo público, en el cual se mezclaban los estamentos, edades y sexos (De Courcelles y Val Julián). Es a este público que se dirigían los nuevos géneros tipográficos que ligaban una fórmula editorial -el pliego suelto- y un repertorio textual en versos o prosa (Infantes, 1998). La forma del pliego o del plecs, se define como una hoja de papel doblada dos veces -es decir, ocho páginas en el formato en 4º. En una jornada de trabajo, una prensa podía imprimir entre 1. 250 y 1.500 ejemplares de un pliego. Así ajustada a las estructuras de la imprenta española que contaba muchos talleres que no disponían más que de una prensa, la fórmula del pliego (que podía ampliarse hasta cuatro hojas de imprenta, sea treinta y dos páginas) imponía la elección de los textos cuya circulación podía asegurar. Tenían que ser breves, susceptibles de gran difusión y pertenecer a géneros «populares» en el doble sentido, social y comercial, de la palabra. De ahí, en los siglos XVI y XVII las preferencias para el repertorio poético tradicional (Rodríguez-Moñino, Escobedo, García de Enterría, 1973), las relaciones de sucesos cuya producción anual se incrementó fuertemente a partir de la última década del siglo XVI (Agulló y Cobo), o las comedias sueltas (Moll). La amplia difusión de los pliegos permitió la presencia del escrito impreso en la cultura de lo cotidiano -aún para los analfabetos o mal alfabetizados. El pliego poético, por ejemplo, fue un objeto utilizado para el aprendizaje de la lectura tal como lo fue la cartilla a la cual se refiere el diálogo entre Peribañez y Casilda en la comedia de Lope: «Amar y honrar su marido / es letra deste abecé, / sieno buena por la B, / que es todo el bien que te pido.» (McGrady, 29-32, Infantes, 1995). Al crear un nuevo público gracias a la circulación de los textos en todos los estamentos sociales, los pliegos sueltos contribuyeron a la construcción de la división entre el «vulgo» y el «discreto lector». Cierto es que la categoría de «vulgo» no designaba, ni inmediatamente ni exclusivamente, a un público «popular» en el sentido estrictamente social del término (Riley). Mediante una dicotomía retórica que encontró su expresión más contundente en la fórmula del doble prólogo, lo importante era descalificar a los lectores (o espectadores) desprovistos de juicio estético y competencia literaria. En 1599, Mateo Alemán opone así en los dos prólogos del Guzmán el «vulgo» y el «discreto». Dirigiéndose al primero declara: «No quiero gozar el privilegio de tus honras ni la franqueza de tus lisonjas, cuando con ello quieras honrarme, que la alabanza del malo es vergonzosa. Quiero más la reprehensión del bueno, por serlo el fin con que la hace, que tu estimación depravada, pues forzoso ha de ser mala», mientras que pensando en el segundo dice: «No me será necesario con el discreto largos exordios ni prolijas arengas: pues ni le desvanece la elocuencia de palabras ni lo tuerce la fuerza de oración a más de lo justo, ni estriba su felicidad en que le capte la benevolencia. A su corrección me allano, su amparo pido y su defensa me encomiendo» (Rico 1983). Pero en el siglo de Oro, el «vulgo» constituía el principal mercado tanto para los textos representados sobre las tablas (ya que como dijo Lope a propósito de las comedias: «porque las paga el vulgo, Es justo / hablarle en necio para darle gusto») (Rozas) como para los romances, coplas y relaciones los pliegos impresos vendidos por los ciegos (Botrel). La existencia postulada y comprobada de ese «vulgo» como amplio público gobernaba las estrategias de la escritura y también las decisiones editoriales de los impresores y libreros. Entre 1480 y 1680, la construcción de nueva figura del lector se remitió a una paradoja. Los lectores letrados y doctos, que acogieron las nuevas obras y las nuevas técnicas intelectuales, se quedaron fieles a los objetos manuscritos y las prácticas de la oralidad. Al revés, los lectores «populares», que no pertenecían al mondo de los humanistas y que participaban plenamente en una cultura tradicional oral, visual y gestual, fueron constituido como el público al quien se dirigieron las innovaciones editoriales. Este quiasmo fundamenta la ambigüedad de la «modernidad» de los lectores del siglo de Oro ya que es una «modernidad» que, en maneras diversas, siempre enlaza herencias y novedades. |