El lector como misterio Robert Darnton Este ensayo se publicó originalmente en la revista Journal of French Studies (No. 23, 1986), y figura de modo más accesible en la colección de ensayos The Kiss of Lamourette. Reflections in Cultural History. Robert Darnton nació en los Estados Unidos en 1939. Inició su carrera como reportero policial de The Newark Star Ledger y de The New York Times, diario en el que su hermano John trabajaba a la sazón como periodista. A esa época pertenecen sus primeros artículos sobre la historia del libro y la ideología de la Revolución Francesa. De esos años datan también las dos pasiones que lo acompañarán en el futuro: la historia cultural de iletrados y pobres, y su amor de toda la vida por la Francia del siglo XVIII. Hacia mediados de los años setenta Darnton publicó "Writting News and Telling Stories", una pieza que ganó renombre y sitio en las antologías de los clásicos contemporáneos del ensayo en lengua inglesa. Una de sus ideas centrales es sencillamente fascinante: las nuevas de todos los días son repeticiones cíclicas de antiguos argumentos literarios que fueron en otro tiempo noticias que ahora nos devuelve la pluma de un escritor como un argumento literario que mañana será noticia... A manera de ejemplo, Darnton evoca un episodio que narra con extrañas variaciones la misma tragedia: "Una historia recurrente es el caso de los padres que en un extravío de la identidad asesinan a su propio hijo. Se publicó por primera vez en una rudimentaria hoja parisina de noticias en 1618. Luego cruzó por innumerables reencarnaciones: apareció enToulouse en 1848, en Angôuleme en 1881, y finalmente en un periódico argelino moderno del que la rescató Albert Camus para reescribirla con un estilo existencialista para L’etranger y Malentendu. Aunque los nombres, las fechas y los lugares varían, la forma del cuento es inequívocamente la misma en el curso de tres siglos". Darnton se educó como historiador en las universidades de Harvard y de Oxford; actualmente es titular de la cátedra "Shelby Cullom Davis" de Historia Moderna de Europa en la Universidad de Princeton. Como Praz y Bajtin, como Gay y Huizinga, como Burke o Shattuck, Darnton figura entre los eruditos universitarios que logró salir de la botella porque supo dar con el tono de charla y la vena narrativa que han permitido que su obra interese y divierta y capture a lectores ajenos al mundo académico. Una autoridad en historia cultural de Europa del siglo XVIII, Darnton ha publicado también Mesmerism and the End of the Enlightenment (Schoken Books, 1968); The Business of Enlightenment: A Publishing History of the Encyclopédie, 1775-1800 (Cambridge, Mass., 1979); The Literary Underground of the Old Regime (Harvard University Press, 1982); La gran matanza de los gatos y otros episodios de historia cultural francesa (México, Fondo de Cultura Económica, traducción de Carlos Valdés, 1987). En colaboración con Daniel Roche preparó la edición de Revolution in Print: The Press in France, 1775-1880 (1990). Su libro más reciente es Berlin Journal, 1989-1990 (Norton, 1991). Ovidio nos aconseja cómo leer una carta de amor: "Si tu enamorado se vale de un sirviente fiel para hacerte insinuaciones por medio de recados inscritos sobre tablillas, sopesa con cautela sus palabras, reflexiona en cada frase, procura adivinar si con hermosas expresiones finge sentimientos o si sus ruegos provienen de un corazón lacerado por un amor sincero". El poeta romano podría ser cualquiera de nosotros. Ovidio habla sobre un dilema en el que nos podemos ver a cualquier edad, que existe con vida propia más allá de las fronteras del tiempo. Al leer sobre la lectura en El arte de amar se tiene la sensación como de escuchar una voz que remonta una distancia de dos mil años para dirigirse directamente a nosotros. Pero mientras más escuchamos esa voz, más extraña resuena la sonoridad de su timbre. Ovidio a continuación prescribe, en El arte de amar, cómo arreglarse con maña para tratar con el amante a espaldas del marido: Está en consonancia con la moral y la jurisprudencia que una mujer virtuosa debe temer a su marido y permanecer vigilada por una escolta severa... Pero aunque tus guardias tuviesen la vista de lince de los ojos de Argos, si lo deseas de modo ferviente te será fácil engañarlos. Por ejemplo, ¿quién puede impedir que tu sirviente y cómplice oculte tus misivas en su corpiño o entre la planta del pie y la suela de la sandalia? Supongamos que la guardia es tan sagaz como para barruntar este tipo de ardides. Entonces pide a tu confidente que te ofrezca su espalda para sustituir las tablillas y convierte su cuerpo en una carta viviente. Se sobrentiende que la prenda amada desviste a la dócil esclava de su amante para leer el mensaje que porta su cuerpo —un estilo de comunicación por carta en cierto modo distante del de nuestros días. A pesar de ese falso dejo de obra intemporal, El arte de amar nos transporta a un mundo que apenas nos es dable imaginar. Para mejor comprenderlo es imprescindible al menos cierta familiaridad con la mitología romana, las técnicas de composición por escrito, la vida cotidiana del imperio. Se requiere un poco de imaginación para ponerse en el lugar de la esposa de un patricio romano, y para saber apreciar el contraste entre la moral y las maneras convencionales de una sociedad entregada a la vida mundana y al cinismo, precisamente en una época en la que se predicaba el Sermón de la Montañaña, en lengua bárbara y lejos del alcance de los oídos romanos. Leer a Ovidio nos enfrenta con el misterio de la lectura. Aunque leer es un acto a la vez natural y extraño que compartimos con nuestros antepasados, nuestras experiencias de lectura ni siquiera asemejan a las suyas como lectores. Podemos disfrutar la ilusión de viajar en el tiempo para establecer contacto con autores que vivieron hace tres siglos. Pero aun suponiendo que los textos que hoy leemos como antiguos se han mantenido inalterados —lo que se antoja virtualmente imposible debido a los cambios en la forma de preservar los libros como objetos meramente físicos—, nuestra relación con esos textos difícilmente equipara a la que tuvieron con esas obras los lectores del pasado. La lectura, en suma, también tiene una historia. ¿Cómo podemos recobrarla? Podríamos empezar por examinar los testimonios de los propios lectores. En El queso y los gusanos, Carlo Ginzburg encontró uno, de un humilde molinero de la Friulia del siglo XVIII, entre los documentos de la Inquisición. Para reunir pruebas sobre el cargo de herejía, el inquisidor interrogó a su víctima sobre sus lecturas. Menocchio respondió con una retahíla de títulos y de comentarios detallados sobre cada libro leído. Al comparar los textos con las interpretaciones, Ginzburg descubrió que Menocchio había devorado una cantidad inmensa de relatos bíblicos, de crónicas, de libros de viajes, un acervo propio de la biblioteca de un patricio. Menocchio no era un simple destinatario del tipo habitual de mensajes que un orden social transmite de arriba abajo. No sólo había leído de modo compulsivo, sino que había modificado los contenidos de los textos a su alcance y con esas lecturas había edificado una concepción del mundo radicalmente distante de la visión cristiana de la vida. Si esa idea del mundo se remonta o no hasta las antiguas tradiciones populares, como Ginzburg afirma, es tema de otro debate; pero Ginzburg demostró, sin dejar lugar a duda, que es plausible estudiar la lectura como se estudia cualquier otro quehacer de la gente común y corriente que vivió hace cuatro siglos. En el curso de mis propias investigaciones sobre la Francia del siglo XVIII tropecé con un testimonio sistemático de un lector de clase media. Se trataba de un comerciante de La Rochelle, de nombre Jean Ranson, lector apasionado e incondicional de Rousseau. Ranson no sólo leía con fruición a Rousseau sino que lloraba de emoción a cada página; a decir verdad, Ranson incorporó las ideas de Rousseau a cada acto decisivo de la trama de su vida: al establecerse como comerciante, al enamorarse, al contraer matrimonio y durante la crianza de sus hijos. Lectura y vida corren de la mano con motivos recurrentes en una caudalosa serie de cartas que Ranson escribió entre 1774 y 1785, y que confirma que las ideas de Rousseau fueron asimiladas profundamente al modo de vida de la burguesía de la provincia francesa en los años del Antiguo Régimen. Tras la publicación de La nueva Eloísa, Rousseau recibió una cantidad abrumadora de cartas de tono parecido a las que Ranson escribió. Ésa fue, creo, la primera marejada de cartas de admiradores en de la historia de la literatura, aunque es cierto que Richardson había levantado algunas olitas en Inglaterra. Esas cartas revelan que los lectores de toda Francia respondieron como respondió Ranson y, además, que sus respuestas coincidieron con las reacciones que Rousseau procuró deliberadamente inculcar en sus lectores con los dos prefacios de su novela. Rousseau educó a su público en cómo debería leerlo. A sus lectores les asignó papeles y les ofreció una estrategia de lectura para someterse a su novela. Esta novedosa manera de leer funcionó tan impecablemente que La nueva Eloísa se convirtió en el gran best-seller del siglo, en la fuente más importante de la sensibilidad romántica. Esa sensibilidad se ha extinguido en la actualidad. Ningún lector moderno recorrería los seis volúmenes de La nueva Eloísa con el alma en vilo y hecho un mar de lágrimas. Pero en su momento culminante Rousseau cautivó a generaciones enteras de lectores al provocar una revolución en el acto quieto de leer. Los ejemplos de Menocchio y de Ranson son un indicio de que leer y vivir, componer una página y darle significado a la vida, estaban vinculados de modo más íntimo en los orígenes de la historia moderna que en nuestros días. Pero antes de extraer conclusiones es necesario explorar con calma más archivos, comparar las descripciones de los lectores sobre sus experiencias de lectura con las anotaciones al margen en sus ejemplares y, cuando sea posible, con su propio comportamiento. Era un lugar común decir que Los sufrimientos del joven Wherter desencadenó en Alemania una oleada de suicidios. ¿No ha llegado el momento para hacer un nuevo repaso sobre esta "fiebre wherteriana"? Los prerrafaelistas propiciaron en Inglaterra resoluciones análogas al pregonar la doctrina de que la vida imita al arte, un tema que es posible perseguir desde Don Quijote hasta Madame Bovary y Miss Lonelyhearts. Al examinar caso por caso, la leyenda podría ganar en solidez si se le coteja con documentos: registros auténticos de los suicidios, diarios, cartas a los editores de las obras. La correspondencia de los escritores y los documentos de los editores son fuentes insuperables de información sobre los lectores reales. Hay docenas de cartas de lectores en la correspondencia publicada de Voltaire y de Rousseau y entre los documentos inéditos de Balzac y de Zola. En suma, tendría que ser posible elaborar tanto una historia como una teoría sobre la respuesta del lector a una obra. Posible, pero en modo alguno sencillo; los documentos sólo muy rara vez revelan al lector en el acto mismo de leer, es decir, en el instante en que atribuye significados con inspiración en los textos, amén de que los documentos son a su vez textos que además requieren de interpretación. Muy pocos de esos documentos son suficientemente ricos como para proporcionarnos al menos acceso indirecto a los elementos cognoscitivos y emocionales de la lectura, y unos cuantos casos excepcionales podrían resultar insuficientes para reconstruir las dimensiones íntimas de esa experiencia. Pero los historiadores del libro ya han desenterrado una cantidad considerable de información sobre la historia exterior de la lectura. Una vez estudiada como fenómeno social, los historiadores podrán contestar a muchas de las preguntas esenciales: "quién", "qué", "dónde" y "cuándo", respuestas de inestimable utilidad al intentar contestar las preguntas realmente complejas "por qué" y "cómo". Los estudios sobre quién lee qué libros en diferentes épocas suelen pertenecer a uno de dos enfoques principales: el macro y el microanalítico. El macroanálisis ha reverdecido particularmente en Francia, en donde esta escuela se nutre en una vigorosa tradición de historia social cuantitativa. Henri-Jean Martin, François Furet, Robert Estivals y Frédéric Barbier han rastreado la evolución de los hábitos de lectura desde el siglo XVI hasta el presente, valiéndose de series estadísticas de largo plazo elaboradas a partir del dépôt légal, de registros de los permisos de edición y de la publicación anual de la Bibliographie de la France. Un historiador puede advertir en las ondulaciones de estas gráficas muchos fenómenos deslumbrantes que cundieron como epidemia entre el público educado durante los años que van de Voltaire a Bougainville: la decadencia del latín, el auge de la novela, la fascinación general por el mundo cercano de la naturaleza y por los mundos distantes de los países exóticos. Los alemanes han elaborado series estadísticas de mayor alcance gracias a fuentes de información particularmente ricas: los catálogos de las ferias del libro de Frankfurt y Leipzig, que abarcan de la mitad del siglo XVI a mediados del siglo XIX. (El catálogo de la Feria de Frankfurt se publicó ininterrumpidamente de 1564 a 1749, y el catálogo de Leipzig, que data de 1594, se puede sustituir para el periodo posterior a 1797 por el Hinrichssche Verzeichnisse.) Aunque los catálogos tienen sus desventajas, proporcionan un índice aproximado sobre la lectura en Alemania desde el Renacimiento; y esas fuentes de información abundantes han sido explotadas por una sucesión de historiadores alemanes del libro desde que Johann Goldfriedrich publicó, entre 1908 y 1909, su monumental obra Geschichte des deutschen Buchhandels. El mundo de la lectura en lengua inglesa no dispone de parejas fuentes de información; pero para el periodo posterior a 1557, cuando Londres empezó a dominar la industria editorial, los documentos de la London Stationers’ Company han abastecido a H.S. Bennett, W.W. Greg y otros historiadores con suficiente material como para trazar la evolución del comercio del libro en lengua inglesa. Aunque la tradición bibliográfica británica no ha favorecido la compilación de estadísticas, hay una gran cantidad de información cuantitativa en los catálogos de las ventas al descubierto que se remontan a 1475. Giles Barber ha trazado algunas gráficas al estilo francés de las cifras de los registros de derechos aduanales, y Robert Winans y G. Thomas Tanselle se han formado una opinión de la etapa inicial de la lectura en Estados Unidos mediante una reelaboración de la inmensa American Bibliography, preparada por Charles Evans (dieciocho mil entradas para el periodo de 1638 a 1783, entre las que se incluyen, desafortunadamente, una cantidad indeterminada de "libros fantasmas"). Todo este trajín para compilar y computar datos ha servido al menos para obtener algunas pautas sobre los hábitos de lectura, pero a veces se nos proponen conclusiones tan generales que difícilmente convencen. La novela, como la burguesía, daría la impresión de ir siempre en ascenso, a su vez, las gráficas caen en picada justo en los puntos previsibles —muy notablemente en el caso de la Feria del Libro de Leipzig en el curso de la Guerra de los Treinta Años, y en Francia durante los años de la Primera Guerra Mundial. La mayoría de los historiadores cuantitativos clasifican sus datos estadísticos en categorías tan imprecisas como "artes y ciencias" y "belles-lettres", que terminan por ser deficientes para identificar fenómenos particulares como el Debate sobre la Sucesión, el Jansenismo, la Ilustración o el Renacimiento Gótico —esto es, los temas que mayor atención han despertado entre los historiadores culturales y los eruditos literarios. La historia cuantitativa del libro tendrá que depurar sus categorías y precisar sus enfoques antes de gozar de mayor ascendente, como seguramente tendrá, entre las corrientes académicas tradicionales. A pesar de sus aciertos, los historiadores cuantitativos han descuidado algunos esquemas estadísticos significativos, y estoy seguro de que sus hallazgos serían aún más impresionantes si fuesen algo más que un empeño por hacer comparaciones entre un país y otro. Por ejemplo, las estadísticas son un indicio de que el renacimiento cultural de Alemania en las postrimerías del siglo XVIII tiene alguna suerte de relación con esa epidémica fiebre de lectura denominada comúnmente Lesewut o Lesesucht. El catálogo de Leipzig no alcanzó sino hasta 1794 el nivel que había fijado antes de la Guerra de los Treinta Años, cuando concluyó 1 200 títulos de libros recientemente publicados. Con la efervescencia del Sturm und Drang, el catálogo se elevó a 1 600 títulos en 1770; luego a 2 600 en 1780 y a 5 000 en 1800. Los franceses siguieron un esquema diferente. La producción del libro creció de modo estable durante un siglo después de la paz de Westphalia (1648): un siglo de gran literatura, desde Corneille hasta la Encyclopédie, que coincidió con la decadencia de Alemania. Pero durante los cincuenta años siguientes, cuando las figuras prominentes de Alemania alcanzaron la cumbre de su talento, el crecimiento francés luce relativamente modesto. Según Robert Estivals los permisos de edición para publicar nueve libros (priviléges y permissions tacites) montaron a 729 en 1764, a 896 en 1770, y a sólo 527 en 1780; los nuevos títulos propuestos al dépôt légal en 1780 sumaron 700. Sin duda, diferentes tipos de documentos y criterios disímiles de medida pueden arrojar diferentes resultados, amén de que las fuentes oficiales excluyen la enorme producción ilegal de libros franceses. Pero cualesquiera que sean sus deficiencias, las cifras indican un gran salto adelante en la vida literaria alemana después de un siglo de preponderancia francesa. Alemania tenía también más escritores, aunque la población de las áreas franco y germano parlantes era casi la misma. Un almanaque literario alemán, Das gelehrte Teutschland enlistó 3 000 escritores vivos en 1772 y 4 300 en 1776. Una publicación francesa equiparable, La France littéraire, incluía a 1 187 autores en 1757 y a 2 367 en 1769. Mientras que Voltaire y Rousseau se internaban en la vejez, Goethe y Schiller alcanzaron la cresta de una ola de creatividad literaria mucho más fértil de lo que cabe imaginar si uno se atiene exclusivamente a las historias convencionales de la literatura. La minuciosa comparación de estadísticas suele ser muy útil para trazar un mapa de corrientes culturales. Luego de tabular los permisos de edición de libros en el curso del siglo XVIII, François Furet confirmó una acentuada debilidad de las antiguas ramas del saber, particularmente las humanidades y la literatura clásica latina, dominios del conocimiento que según las estadísticas de Henri-Jean Martin habían reverdecido durante el siglo XVII. Después de 1750 es notable el predominio de géneros novedosos como los clasificados bajo el rubro de "Arts and Sciences". Al examinar los archivos notariales parisinos, Daniel Roche y Michel Marion se percataron de una tendencia análoga. Novelas, libros de viajes y obras de historia natural tienden a arrumbar a los clásicos en las bibliotecas de los aristócratas y de la burguesía acomodada. Todos los estudios reparan en el declive significativo de la literatura religiosa durante el siglo XVIII. Estos estudios confirman los hallazgos de la investigación cuantitativa en otros dominios de la historia social: el de Michele Vovelle sobre ritos funerarios, por ejemplo, y la investigación de Dominique Julia sobre órdenes religiosas y prácticas de enseñanza. Los panoramas temáticos de la lectura alemana son un adecuado complemento de sus pares sobre la literatura francesa. En los catálogos de las ferias del libro de Leipzig y de Frankfurt, Rudolf Jentzsch y Albert Ward comprobaron un pronunciado declive de los clásicos latinos, inversamente proporcional al aumento de las novelas. Hacia finales del siglo XIX, según Eduard Reyer y Rudolf Schenda, los patrones estadísticos de préstamo de libros en las bibliotecas alemanas, inglesas y norteamericanas exhibían pautas de descenso increíblemente similares: 70 u 80% de los libros provenían de la categoría literatura ligera (en su mayoría novelas); 10% pertenecían a géneros como la historia, la biografía y los libros de viajes, y menos del 1% pudo ser clasificado como obras sobre religión. En poco más de doscientos años, el mundo de la lectura se transformó por completo. El auge de la novela habría compensado el declive de la literatura religiosa, y en el caso de casi todos los géneros fue posible situar el momento de ruptura hacia la segunda mitad del siglo XVIII, particularmente en la década de 1770, durante los años de la fiebre wertheriana. En Alemania se le brindó a Wherter una recepción aún más apoteósica de la que se ofreció en Francia a La nueva Eloísa y a Pamela en Inglaterra. El éxito arrollador de las tres novelas confirmó el triunfo de una nueva sensibilidad literaria; las líneas finales de Werther darían la impresión de proclamar el advenimiento de un nuevo público lector y la extinción de la cultura cristiana tradicional: "Unos jornaleros cargaron con la caja. No le acompañó ningún clérigo". De modo que a pesar de su diversidad y de sus contradicciones ocasionales, los estudios macroanalíticos permiten vislumbrar algunas conclusiones de carácter general, de algún modo afines a la noción de Max Weber sobre la "desmistificación del mundo". Este concepto, sin embargo, podría parecer demasiado vasto como para servir de consuelo. Los amantes de la precisión preferirían el microanálisis, aunque por lo regular este enfoque linda con el extremo opuesto: exceso de detalles. Un ejemplo: están a nuestra disposición cientos de listados de títulos de los libros que se han conservado en bibliotecas desde la Edad Media hasta nuestros días, tantos que nadie podría siquiera abrigar la esperanza de leerlos. A pesar de estas relaciones abrumadoras de títulos, una mayoría de historiadores coincidiría en que el catálogo de una biblioteca privada es útil como perfil de un lector, aunque todos sepamos que jamás leemos todos los libros que tenemos y, de otra parte, que en efecto leemos muchos libros que no nos pertenecen. Examinar el catálogo de la biblioteca de Monticello es como pasar revista a los pertrechos intelectuales de Jefferson. Por añadidura, el estudio de las bibliotecas particulares ofrece la ventaja de vincular el "qué" con el "quién" de la lectura. También en este terreno los franceses han tomado la delantera. En un ensayo ya clásico publicado en 1910, "Les Enseignements des bibliothèques privées", Daniel Mornet examinó los catálogos de las bibliotecas y llegó a conclusiones que ponen en tela de juicio algunos de los más célebres lugares comunes de la historia literaria. Después de tabular títulos de libros provenientes de quinientos catálogos del siglo XVIII, Mornet encontró un solo ejemplar de la obra que habría de convertirse en la biblia de la Revolución Francesa, El contrato social de Rousseau. Las bibliotecas no sólo están abarrotadas de libros de autores totalmente olvidados, sino que esos volúmenes no ofrecen ningún tipo de fundamento coherente como para relacionar ciertos tipos de lectura (la obra de los filósofos, por ejemplo) con lectores de una clase social (la burguesía). Setenta años y varias refutaciones después, la obra de Mornet conserva su antiguo esplendor. A su sombra ha crecido por cierto una vasta literatura. Ahora disponemos de estadísticas sobre las bibliotecas de los aristócratas, los magistrados, los curas, los miembros de la academia, los comerciantes en pequeño, los artesanos e incluso un puñado de sirvientes domésticos. Los académicos franceses han estudiado las lecturas de diferentes estratos sociales en ciudades determinadas —el Caen de Jean-Claude Perrot, el París de Michel Marion— y a lo largo y a lo ancho de regiones enteras —la Normandía de Jean Quéniart, el Languedoc de Madeleine Ventre. En su mayoría, los estudios se fían de los inventaires après décès, registros notariales de los libros que formaban parte de los caudales de un difunto. De maneran que adolecen de los prejuicios propios de este tipo de documentos, en general proclives a desatender los libros de escaso valor comercial, o que suelen conformarse con enunciados tan imprecisos como "una pila de libros". Pero el ojo del notario francés supo apreciar una enormidad de detalles, más de los que acertó a pescar la mirada de los notarios alemanes; Rudolph Schenda estima que los inventarios de Alemania son lamentablemente pobres como orientación de los hábitos de lectura de la gente común y corriente. El estudio alemán más concienzudo es probablemente el panorama de inventarios de las postrimerías del siglo XVIII en Frankfurt am Main, elaborado por Walter Wittermann. Esta obra revela que eran dueños de libros el 100% de los altos funcionarios, 51% de los comerciantes, 35% de los maestros artesanos y 26% de los oficiales. Daniel Roche estableció una distribución porcentual similar entre la gente común y corriente de París: eran dueños de libros sólo 35% de los obreros asalariados y de los sirvientes domésticos que aparecen en los archivos notariales de la década de 1780. Pero Roche también descubrió muchos otros indicios de familiaridad con la palabra escrita. En el año emblemático de 1789 casi la totalidad de los sirvientes domésticos podía rubricar su nombre en los inventarios. Una cantidad apreciable de escritorios propios, completamente equipados con utensilios de escritura y atestados de documentos familiares. La mayoría de los tenderos y de los almacenistas pasaron en la escuela varios años de su infancia. Antes de 1789 ya había en París quinientas escuelas primarias, una por cada mil habitantes, en su mayoría gratuitas. Los parisinos eran lectores, concluye Roche, pero no leían los libros enlistados en los inventarios. Su sed de lectura se nutría con populibros, hojas sueltas, avisos, cartas personales, e incluso con las señales de tránsito de las calles. Los parisinos leían para encontrar su camino a través de la ciudad y de su vida, pero sus modos de leer no dejaron suficientes pistas en los archivos como para que el historiador pudiera pisarles de cerca los talones. En consecuencia, el historiador debe buscar otros surtidores de información. Las listas de suscriptores han sido una de las fuentes favoritas, pero tienen la desventaja de incluir únicamente a los lectores de mayores recursos. Entre fines del siglo XVII y principios del XIX se publicaron en Inglaterra muchos libros por suscripción, que además contienen las respectivas listas de suscriptores. Los investigadores adscritos al proyecto de Newcastle (Tyne) para la elaboración de una Bibliografía Histórica se han servido de esos listados para elaborar una sociología histórica de los lectores. Esfuerzos similares se llevan a cabo en Alemania, particularmente entre académicos de Klops-tock y Wieland. Quizá se editó por suscripción una sexta parte de los libros publicados en Alemania entre 1770 y 1810, periodo en que esta práctica editorial alcanzó su punto culminante. Pero incluso durante su Blütezeit, las listas de suscriptores no permiten vislumbrar un panorama preciso de los lectores. Esos listados prescindieron de los nombres de muchos suscriptores, incluyeron otros que no eran lectores sino mecenas, y en términos generales representan mejor el arte y maña de vender libros que urdió un puñado de empresarios que los hábitos de lectura de un público educado, según reza a la letra la crítica devastadora que ha hecho Reinhard Wittmann sobre las investigaciones sustentadas en las listas de suscriptores. La obra de Wallace Kirsop sugiere que una investigación de esa naturaleza podría ser más provechosa en Francia, dado que la edición por suscripción gozó del favor del público lector en las postrimerías del siglo XVIII. Pero las listas francesas, como las otras, favorecen en términos generales a los lectores de mayores recursos y a los libros de carácter decorativo. Los registros de préstamo bibliotecario a domicilio son una opción más adecuada para establecer relaciones entre géneros literarios y clases sociales, pero sólo se conservan unos cuantos. Las solicitudes de préstamo de la biblioteca ducal de Wolfenbüttel, que abarcan desde 1666 a 1928, son realmente extraordinarias. En opinión de Wolfang Milde, Paul Raabe y John McCarthy esos registros serían prueba de una significativa "democratización" de la lectura en la década de 1760: se duplicóel número de libros solicitados en préstamo; los prestatarios provenían de estratos sociales inferiores (entre los que se encotraban conserjes, criados de librea y oficiales de menor rango del ejército); y los temas favoritos de lectura tendieron a ser más ligeros, cambiando los tópicos doctos por las novelas sentimentales (las imitaciones de Robinson Crusoe fueron particularmente bien recibidas). Curiosamente, los registros de la Bibliothéque du Roi, en París muestran que conservó durante ese mismo periodo su número habitual de usuarios, alrededor de cincuenta al año, incluido uno de nombre Denis Diderot. Los parisinos no podían llevarse los libros a casa, pero a cambio disfrutaban de la hospitalidad de una época más pausada. Aunque el bibliotecario abría sus puertas sólo dos mañanas a la semana, les servía opíparos banquetes antes de regresarlos a casa. Actualmente han cambiado mucho las condiciones en la Bibliothéque Nationale. Sus bibliotecarios han tenido que resignarse a una ley básica de la economía: no hay almuerzo gratuito. Los historiadores microanalistas han dado con muchos otros hallazgos —tantos, a decir verdad, que terminaron por topar con el mismo problema que sus colegas macrocuantitativos: ¿cómo dar una orden a todos esos materiales? La disparidad de la documentación —catálogos de subastas, archivos notariales, listas de suscriptores, registros bibliotecarios— en modo alguno facilita la tarea. Si los historiadores sacan diferentes conclusiones es en parte debido a las peculiaridades de las fuentes, más que a las preferencias de los lectores. Y a menudo las monografías se excluyen mutuamente: en una investigación resulta que los artesanos son un grupo social educado, y en otra se les tilda de analfabetos; según un autor los libros de viajes gozan de una inmensa popularidad entre ciertos grupos sociales de una región determinada, y en opinión de otro resulta que el mismo género apenas tiene lectores en otras zonas. Un cotejo sistemático de géneros, mundos circundantes, época y región daría la impresión de ser una conspiración orquestada precisamente para encontrar las excepciones que refutan todas las reglas. Un solo historiador del libro, al menos hasta ahora, ha sido lo suficientemente audaz como para proponer un modelo general de análisis. Rolf Engelsing pretende que a finales del siglo XVIII se verificó "una revolución de la lectura" (Leserevolution). Desde la Edad Media y hasta poco después de 1750, según Engelsing, los hombres leían "intensivamente". Disponían de unos cuantos libros —la Biblia, un almanaque, un par de obras pías— pero las leían una y otra vez, habitualmente en voz alta y en grupo, de modo que grabaron de manera profunda en su conciencia un breve repertorio de literatura tradicional. Hacia 1800, los hombres habrían empezado a leer "extensivamente". Leían cualquier clase de material impreso, en especial publicaciones periódicas y diarios, pero los leían una sola vez, antes de irse de bruces sobre la siguiente novedad. Engelsing no ofrece suficientes testimonios como para apuntalar con solidez esta hipótesis. A decir verdad, la mayor parte de su investigación se atiene únicamente a una pequeña muestra de burghers (pequeños comerciantes) de Bremen. Pero su enfoque tiene esa seductora sencillez de las teorías que delimitan un antes de y un después de, y entrega una fórmula práctica para cotejar modos de leer tanto en los orígenes como en las postrimerías de la historia europea. En mi opinión, su mayor debilidad reside precisamente en que no es una concepción lineal. La lectura no avanza en un curso de dirección única, es decir, de una forma intensiva a otra extensiva. Creo sencillamente que se lee de manera diferente entre diversos grupos sociales y en diferente épocas. Hombres y mujeres han leído para salvar su alma, para educar sus modales y maneras, para reparar máquinas, para cortejar a un ser querido, para enterarse de los sucesos de actualidad y también por pura diversión. En muchos casos, pero sobre todo en el caso particular de los lectores de Richardson, de Rousseau, de Goethe, la atención se concentró con intensidad en un puñado de autores, en lugar de dispersarse. Pero no estoy convencido de que el fin del siglo XVIII representa un momento de ruptura, una época en la que se pusieron al alcance de amplios públicos muchos géneros de impresos, y en la que se advierte el surgimiento de una comunidad masiva de lectores que habría de adquirir proporciones gigantescas en el siglo XIX con la industria del papel fabricado a máquina, las prensas impulsadas a vapor, el linotipo y una alfabetización casi universal. Todas estas transformaciones abrieron nuevos horizontes, pero no mediante la disminución de la intensidad en la lectura, sino mediante la multiplicación del surtido. Debo confesar que la propia concepción de una "revolución de la lectura" me inspira cierto escepticismo. Y sin embargo, un historiador estadounidense del libro, David Hall, explica en términos casi idénticos a los de Engelsing la transformación en los hábitos de lectura en Nueva Inglaterra entre 1600 y 1850. Antes del año 1800, los lectores de Nueva Inglaterra se nutrían de una breve y venerable colección de "libros de venta segura" —la Biblia, los almanaques, el New England Primer, Rise and Progress of Religion de Phillip Doddridge, Call to the Unconverted de Richard Baxter—, que leían una y otra vez, en voz alta y en grupo, con excepcional intensidad. Después de 1800, Nueva Inglaterra recibió un verdadero aluvión de lecturas novedosas —novelas, periódicos, inocentes y risueñas variedades de literatura infantil—, y los lectores devoraron todos los géneros, desechando una lectura tan pronto como les caía en las manos otra. Aunque ni Hill ni Engelsing jamás han oído hablar uno del otro, ambos dieron con una pauta general semejante en latitudes muy distantes del mundo occidental. Tal vez es cierto que se verificó un cambio fundamental en la naturaleza de la lectura hacia finales del siglo XVIII. Quizá no se trató propiamente de una revolución, pero acaso fue un signo del fin del Antiguo Régimen —el reinado de Thomas à Kempis, Johann Arndt y John Bunyan. El "dónde" de la lectura es mucho más importante de lo que parece a primera vista, porque saber situar al lector en su escenario suele proporcionar indicios acerca de la naturaleza de su experiencia de lectura. En la Universidad de Leyden hay un grabado, fechado en 1610, que ilustra la biblioteca de la universidad. Ese grabado representa libros, innumerables volúmenes de abultados infolios, formados en altas estanterías que sobresalen del alineamineto natural de los muros y dispuestos en una secuencia que reproduce los encabezamientos de materia de la bibliografía clásica: Jurisconsulti, Medici, Historici, y así sucesivamente. Los estudiantes, dispersos por la sala, están absortos en la lectura, los libros colocados sobre soportes de madera ensamblados a la estantería a la altura del hombro. Todos los jóvenes están de pie, visten una capa gruesa y un gorro para abrigarse del frío, descansan un pie sobre la barra de apoyo para aliviar la presión del peso del cuerpo. Leer no fue una actividad placentera en la edad del humanismo clásico. En imágenes que datan de siglo y medio antes "La lecture" y "La liseuse" de Fragonard, por ejemplo, los lectores se reclinan cómodamente sobre sus meridianas, o bien sobre sendas mecedoras acojinadas mientras reposan los pies sobre un escabel. Los lectores son a menudo mujeres, ataviadas con batas holgadas conocidas en la época como liseuses. Por lo general, acarician entre las manos un delicado tomo en dozavo y tienen la mirada perdida. Entre Fragonard y Monet, también autor de una "liseuse" la lectura se desplazó del saloncito íntimo de las señoras al aire libre. El lector atiborra con libros paisajes de campos y cumbres, escenarios entre los que puede, como Rousseau o como Heine, sentirse en comunión con la naturaleza. La Madre Naturaleza debió lucir un semblante desencajado unas cuantas generaciones más tarde, cuando los jóvenes tenientes educados en Göttingen y en Oxford leían en las trincheras de la primera Guerra Mundial los esbeltos tomos de poesía para los que habían encontrado un rinconcito en sus mochilas militares. Uno de los libros que más aprecio de mi pequeña colección es un ejemplar de Hölderlin, Hymnen an die Ideale der Menschheit, con la inscripción: "Adolf Noelle, enero de 1916, nord-Frankreich", obsequio de un amigo alemán obstinado en dilucidar el enigma de Alemania. Todavía no estoy muy seguro de entender, pero creo que una cabal comprensión de la lectura ganaría mucho si enseñáramos con mayor ahínco todo lo que sabemos sobre su iconografía y sus aprestos, incluidos el mobiliario y el vestuario. Naturalmente, el historiador no debe interpretar esas pinturas al pie de la letra ni presumir que representan los escenarios y las posturas que solía elegir la gente para leer. Pero la pintura hace aparecer las presunciones invisibles, es decir, lo que la gente aceptaba que debería ser la lectura o la atmósfera en la que debería transcurrir. Es indudable que en su cuadro A Father Reading the Bible to his Children (Un padre leyendo la Biblia a sus hijos), Greuze le dio un tono sensiblero a la lectura colectiva. Restif de la Bretonne hizo probablemente lo propio en las lecturas familiares de la Biblia que describe en La vie de mon père: "No puedo recordar sin enternecerme el arrobo con el que escuchábamos su lectura ni los sentimientos de hermandad y de nobleza que se apoderaban de nuestra numerosa familia (en la que incluyo a los sirvientes domésticos). Mi padre solía dar inicio a su lectura de la Biblia con las siguientes palabras: "Niños míos, preparen su alma; el Espíritu Santo está a punto de dirigirles la palabra". Pero justamente por su sensiblería esas descripciones revelan una creencia universalmente compartida: para la gente común y corriente de los orígenes de la Europa moderna, la lectura era una actividad social: transcurría en talleres de artesanos, en graneros, en tabernas. Leer era un acto oral y no por obligación edificante. Así por ejemplo, un labrador evoca la lectura de una hostería del campo, según esta versión ribeteada con tonos rosáceos y compuesta por Christian Shubart en 1786: Und bricht die Abendzeit, So trink ich halt mein Schöpple Wein; Da liest der Herr Schulmesister mir Was Neuses aus der Zeitung für. (Cuando ya no hay sino noche a mi alrededor, bebo como de costumbre un buen vaso de vino; el profesor de la escuela suele leer para mí una nueva al azar de las que cuentan los diarios.) La institución más importante de la lectura popular bajo el Antiguo Régimen era una reunión alrededor de la fogata conocida en Francia como veillée, y como el Spinnstube en Alemania. Hacia la noche, mientras los niños retozaban, las mujeres tejían y los hombres reparaban sus herramientas, cualquier persona medianamente instruida en descifrar un texto hacía las delicias de los presentes con las aventuras de Les quatre fils Aymon, Till Eulenspiegel, o cualquier otro libro favorito de la económica colección de populibros de aventuras. Algunas de estas rudimentarias ediciones de bolsillo pedían ser leídas con el sentido del oído o por lo menos eso sugieren al empezar con frases del tipo de: "La historia que usted está a punto de escuchar..." En el siglo XIX, los grupos de artesanos, sobre todo fabricantes de cigarros y sastres, solían turnarse a intervalos regulares para leer o empleaban a una persona para que leyera en voz alta mientras el resto trabajaba. En nuestros días mucha gente se entera todavía de las noticias porque una persona lee en voz alta por medio de una transmisión televisada. Quizá la televisión de nuestra época no represente esa suerte de ruptura radical con el pasado que generalmente se pretende. Sea como fuere, lo cierto es que para la mayoría de la gente en el curso de la historia era evidente que los libros disponían más de auditorios que de lectores. Los libros se prestaban más para ser escuchados que para ser leídos. (Continúa en Fractal n.3) Nota y traducción de Arturo Acuña Borbolla
Robert Darnton, "El lector como misterio", Fractal n° 2, julio-septiembre, 1996, año 1, volumen I, pp. 77-98 |