A veces he soñado, al menos, que cuando el día del juicio amanezca y los grandes conquistadores y abogados y hombres de Estado vayan a recibir sus recompensas -sus coronas, sus laureles, sus nombres grabados indeleblemente en mármol imperecedero-, el Todopoderoso se dirigirá a Pedro y dirá, no sin cierta envidia cuando nos vea venir con libros bajo nuestros brazos, “Mira, esos no necesitan ninguna recompensa. No tenemos nada que darles aquí. Les gustaba leer”. Virginia Woolf -Un cuarto propio y otros ensayos-

Me gustaría comprar todos los libros de Tolstoi y Dostoievski que ya leí pero que no tengo en mi biblioteca. También los de Daudet. Y los de Victor Hugo. A veces me pregunto qué hice con esos libros, cómo fui capaz de perderlos, en dónde los perdí. Otras veces me pregunto para qué quiero tenerlos si ya los leí, que es la forma de tenerlos para siempre. La única respuesta posible es que los quiero para mis hijos. Sé que es una respuesta tramposa: uno tiene que salir de casa a buscar los libros que lo esperan.

Roberto Bolaño

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Tuesday, May 30, 2006

Alvaro Abos -Libros que muerden-

Libros que muerden
Alvaro Abos

Para algunos, leer es siempre bueno. Muchos niños han sido martirizados con esta ideología que adjudica a la lectura un poder civilizador a veces casi mágico. "Nene, tenés que leer, si no, nunca serás nada en la vida", amenaza el estereotipo de la madre imbuida de esta religión del libro, mientras zarandea a un infante quizá más interesado en otras actividades como, por ejemplo, jugar a la pelota en la vereda. La sabiduría popular porteña ha expresado la misma idea en el siguiente imperativo: "¡Garrá lo libro, que no muerden!".

¿Es esto cierto? A mi entender los libros muerden, y cómo. No creo en la lectura como panacea civilizatoria, ni en los libros como fetiches culturales infalibles. Ha habido y hay personas que leían mucho y que no por ello fueron ejemplo de nada. Ni el libro es, de por sí, sinónimo de cultura (hay muchos libros que son auténtica basura) ni el leer es un pasaporte seguro a la sabiduría o a la madurez. Ni a la inteligencia. Decía Chesterton que en el así llamado "mundo de la cultura" encontraba muchas personas que eran incapaces de pensar nada que no fuera banal: veneraban la inteligencia, pero no la practicaban.

El mismo universo libresco brinda ejemplos de las consecuencias perniciosas que puede acarrear el libro: mientras que a Don Quijote tanto leer lo volvió loco, a madame Bovary la indigestión de lectura la llevó al adulterio y al suicidio. Leer esos folletos antisemitas que circulaban por Europa pudrió el cerebro de Hitler, mientras que al peruano Abimael Guzmán un cóctel de Mariátegui, Lenin y Mao lo llevó a perderse en un Sendero poco Luminoso, con las consecuencias conocidas. Por supuesto que admitir los peligros del libro no impide reconocer sus virtudes. Saber que algunos mueren por amor (y, mucho peor, otros matan) no ha de llevarnos a abominar del amor.

Para escribir hay que leer, pero no basta leer para escribir bien, ni siquiera para escribir, simplemente. Un escritor no se concibe sin biblioteca y hay muchos escritores, empezando por Borges, que son auténticos escritores-biblioteca, aunque debido a la ceguera Borges, que leyó mucho de joven, no leyó de viejo, o sólo leyó lo que alguien le leía. ¿Puede existir un gran escritor que no lea? Sí, hay escritores que escribieron sin leer, algunos porque no podían y otros porque no querían, o porque no lo necesitaban. Antonio Gramsci (1891-1937) era un escritor y político antifascista que, detenido por Mussolini, pasó once años encerrado en reclusión solitaria, hasta su muerte, construyendo una enorme obra teórica y ensayística contando apenas con los libros que le enviaba su familia y que conseguían burlar la censura de los guardianes o los que le proveía la biblioteca de la cárcel. Aquel hombre casi lisiado, agobiado por terribles dolores y por la soledad del ergástulo, no escribió los géneros típicos de la literatura carcelaria, poemas (como Oscar Wilde en la cárcel de Reading) o autobiografía (como el general José María Paz), para los que basta la inspiración o el recuerdo, sino ensayos eruditos sobre la historia cultural de Italia. ¿Cómo suplía la falta de fuentes? Con su prodigiosa memoria e imaginación, que también es una forma del conocimiento.

En 1943 se publicó en Buenos Aires un modesto volumen de poemas breves y aforismos titulado Voces. El autor era un ex tipógrafo y carpintero, un inmigrante calabrés que se llamó Antonio Porchia (1886-1968). Parecía el típico aficionado que pergeña versos de domingo, motivo por el cual en principio no fue tomado en cuenta casi por nadie. Cuando Roger Callois, y luego André Breton y René Char, y luego Raymond Queneau y Henry Miller y Octavio Paz y, finalmente, hasta Borges (que lo comparó con Novalis y La Rochefoucauld) reconocieron el valor literario de las Voces, quienes frecuentaban a Porchia en su casa pobretona de Vicente López no podían creer la escasez de su biblioteca. Esa poesía había surgido no de una cultura literaria vasta, como todo hubiera hecho pensar, sino de muy pocos libros, o de otra cosa, misteriosa o innombrable.

Podrá suponerse que esta nota es una denigración del libro y la lectura, postura sin duda inoportuna en estos días en los cuales todo es celebrar al libro como a un dios absoluto. Mi propia experiencia desmiente esa suposición. Llevo ya más de medio siglo leyendo, desde que mi hermana mayor me enseñó a hacerlo, antes de ingresar en el primer grado inferior, quizá porque me vio flojo para aprender a la par de los demás chicos. Y así me aficioné y la afición se convirtió en vicio, y luego en condena y en salvación, en regla de vida y en moralidad. Tengo la suerte de vivir de lo que escribo -es decir, de lo que leo- por lo que soy como una ninfómana que trabajara de prostituta. Sin embargo, a veces envidio a los lectores vírgenes que aún tienen mucho territorio por conquistar, para los cuales Kafka, Pessoa o Borges pueden ser, aún, un descubrimiento. Así como los niños lloran cuando cae el telón sobre las peripecias de los títeres que los han fascinado, a veces, cuando el agobio de la lectura profesional me borra el entusiasmo de leer, me pregunto con melancolía: ¿dónde está aquella voracidad? Esa voracidad la veo en los jóvenes de hoy, tantas veces acusados de preferir las pantallas electrónicas a la letra impresa, pero que, entrenados como están en la velocidad cibernética, son lectores alucinantes. No todos, por supuesto, pero tampoco antes, en nuestra juventud, éramos todos grandes lectores. Pronto, nuevos desafíos borran ese desánimo y resurge la pasión de leer (¿de conocer?), ese rayo que no cesa...

César Bruto, mi maestro, tenía una regla de vida: "Menos trabajo y más osio". Parafraseándolo, yo me recomiendo a mí mismo (con esa duplicidad del ex libertino que predica moderación): menos libros, pero mejor leídos y mejor asimilados.

Saturday, May 27, 2006

Luis Beltrán Almería -Canon y utopía-

Canon y utopía.
Luis Beltrán Almería

No parece haber un dominio común a los conceptos de canon y utopía. Al menos, la crítica actual no lo ha encontrado ni necesitado. Quizá, por eso, sea conveniente explicar que, ante todo, me interesa esa oposición radical, esa provocación que parecen suscitarse ambas ideas. Canon es sinónimo de conservadurismo, es la herencia del pasado, la autoridad y el autoritarismo. Utopía es sinónimo de radicalismo, es la esperanza en el futuro, la crítica y el criticismo. Un tema, el canon, es hoy omnipresente en la crítica literaria americana (no así en la europea). El otro, la utopía, es hoy un tema ausente de la crítica literaria de Europa y América. Bien podría decir que la única imagen que puede acoger al mismo tiempo los conceptos de canon y utopía es esa efigie del dios Jano, el dios del templo con dos puertas y dos caras: la que mira al pasado y la que mira al futuro.
La efigie de Jano es útil para proponer una imagen de esta ponencia, pero no resulta muy útil como imagen de la crítica literaria de hoy (de la segunda mitad del siglo XX). El pensamiento crítico actual está claramente volcado hacia una de las dos direcciones: la del canon,
la del pasado. Y, aunque la crítica del canon sea hoy uno de los temas favoritos de la crítica, lo verdaderamente llamativo es que esa actitud crítica no es capaz de incorporar una proyección hacia el futuro. Y es de esa incapacidad para afrontar el futuro y para ver el futuro en la literatura de lo que les voy a hablar en esta ocasión.
El debate sobre el canon
Dos aspectos me han llamado la atención acerca del debate sobre el canon: que es un debate fundado en la inseguridad, en la desconfianza, y que representa la última versión de un viejo debate: el problema de la identidad. Quiero decir con esto que no me voy a referir ahora a la dimensión progresista y liberal de la crítica del canon, una crítica antidogmática, que denuncia la exclusión de grupos sociales del mundo de la creación, la servidumbre de los criterios de valoración puestos en práctica habitualmente por la crítica canónica y los intereses que mueven a las instituciones que han creado y preservado el canon. El lema liberal de "abrir el canon" a los excluidos expresa una voluntad de integración y de participación loable y deseable. Pero no siempre las buenas voluntades se corresponden con las dinámicas creativas y trasformadoras. Y, por desgracia, creo que éste es uno de esos casos.

Por esta razón voy a tratar de exponer mi crítica a la crítica del canon, a riesgo incluso de ser confundido con la crítica conservadora. Retomaré, en primer lugar, el problema de la inseguridad valoradora y de la desconfianza ante la crítica tradicional y ante el canon mismo. Esta desconfianza ha generado esa imagen de la selección del canon mediante la votación secreta de una élite, envuelta en un cierto aire conspirativo. He de admitir que no falta algo de verdad en esa imagen ingenua. En España ha sido hasta ahora el Estado el que impone en la Enseñanza Media una serie de autores y obras. Y, aunque los profesores gozan de cierta libertad, para variar el contenido de los programas del Estado, la verdad es que la inmensa mayoría se atiene estrictamente al canon oficial, e incluso ve mal las innovaciones minoritarias. Y esto ocurre no sólo para la literatura española, el mismo fenómeno se repite en la enseñanza de las literaturas gallega, catalana y vasca. Pero esto nos desvía de lo fundamental: la desconfianza y la inseguridad valoradora. En verdad, estos sentimientos de desconfianza e inseguridad están en la Modernidad muy extendidos en los diversos dominios de la investigación ideológica. Tan extendidos están en la filosofía, la historia, las ciencias sociales, la filología, la estética e, incluso, la política que, en mi opinión, constituyen las características básicas del pensamiento occidental del siglo XX, lo que suelo llamar relativismo. Casi toda la filosofía de este siglo se funda en la desconfianza respecto a la posibilidad de alcanzar la verdad, ya sea por causas ontológicas o por la escasa fiabilidad del lenguaje (de ahí toda la corriente de la filosofía del lenguaje orientada ya sea a la búsqueda de un lenguaje ideal, científico, ya sea a la búsqueda de las condiciones idóneas de significación del lenguaje corriente). También la crítica literaria está empapada de desconfianza e inseguridad. Esos sentimientos no han hecho otra cosa que crecer, y los movimientos postestructuralistas y el nuevo historicismo son la expresión más clara de esa desconfianza. Pero la propia crítica literaria moderna, la que inauguraron hace ahora dos siglos los filólogos alemanes, incluso en los momentos de mayor autoconfianza en sus fuerzas, se ha fundado en la inseguridad. Es una característica esencial de la crítica literaria moderna (esto es, la de los siglos XIX y XX) la ausencia de una escala positiva de valores. Del conjunto de discursos críticos que recorren la filología moderna, la evaluación ha sido (y es) su punto más débil, su talón de Aquiles. Se ha querido cubrir este vacío con una reducida serie de principios retóricos: la adecuación forma-contenido, la novedad/originalidad, hasta que un discurso liberal-radical ha dado en denunciar que tras la falacia de los valores estéticos se esconden intereses particulares y valores ideológicos. Es decir, que también por el poco transitado camino de la evaluación llegamos al topos de la desconfianza, si bien, aquí hay que reconocer que hemos partido ya desde el muy cercano topos de la inseguridad.
Los defensores de la desconfianza suelen argumentar al verse acusados por los sectores conservadores de irracionalismo que no cabe actitud más racional hoy que la desconfianza. Pero callan que esa desconfianza va unida por un cordón umbilical a la inseguridad. Desconfianza e inseguridad son una pareja gemela y, en verdad, resulta una pareja poco productiva. Si trasladamos el criterio de la productividad a la crítica del canon veremos que esta se agota en la reivindicación de los valores de los sectores discriminados (las mujeres, los y las homosexuales, las minorías). Y esta tarea tiene un valor innegable, pero limitado. Innegable porque aporta argumentos en la lucha contra la opresión, pero limitado porque no enseña gran cosa acerca de lo que es y de lo que cabe esperar de la literatura misma. Y quizá convenga que añada a continuación que lo que yo espero de la literatura no es una aportación neutra a la cultura, ni tiene un destino exclusivamente académico. Lo que espero de la literatura es precisamente reflexión, argumentos contra la opresión, pero argumentos de un calibre muy superior a los que puede aportar la crítica del canon. Y con esto estoy refiriéndome al segundo argumento de este artículo, a la utopía, pero antes de entrar en ello me detendré en el segundo aspecto que quiero destacar de la crítica del canon: la cuestión de la identidad.

Friday, May 26, 2006

Mario Anteo -La feria del lector-

La feria del lector
Mario Anteo

Hoy domingo concluye la Feria del Libro en Cintermex y comienza la del lector. Pues si compraste algún libro en tal océano de letras, habrás de leerlo, degustarlo, sacarle su jugo, eso si no quieres que tu compra sea como la del aparato de gimnasia que te costó una fortuna y que intacto duerme en el clóset hace un año.

Supongo que hace tiempo se extinguió el lector decimonónico que, en batín y pipa en boca, arrellanado en el sofá, paladeaba a Dante, mientras la lluvia escurría en la ventana y los leños ardían en la chimenea. De hecho me pregunto si alguna vez existió tan idílico lector, popularizado por el recuerdo victoriano.

Desde que tomamos el libro comienzan las dificultades, particularmente si somos de esos lectores remilgosos que no pueden ponerse a leer sin más. Los fumadores deberán conseguir los implementos de su vicio, mientras los adictos al café hervir agua. Quien no pueda leer un concepto sin subrayarlo irá a buscar un lápiz, y los asépticos descombrarán el sofá.

O sea que fatigoso ejercicio es la lectura, al menos la cómoda que huye de las prisas. Pues cuando por fin te has sumergido en el libro, no faltan contratiempos que te arranquen de la letras: llaman a la puerta, hay que revisar los frijoles de la estufa, es hora de ir por los niños.

Y entonces, otro problema: ¿con qué separar la última página leída, a fin de que a nuestro regreso retomemos el hilo? Doblar las esquinas de las hojas es criminal, arrancar una tira de una hoja de máquina un dispendio. Bueno, por esta vez coloquemos entre las páginas cualquier cosa a la mano, por ejemplo una caja de aspirinas, y vayamos a contestar el teléfono.

Lectores menos quisquillosos aprovecharán los ratos libres y sabrán aislar su mente y sumergirse en las letras en cualquier sitio: en la antesala del consultorio médico, mientras se espera al amigo en el café, etc. Obvio que una lectura tan entrecortada muchas veces requiere a la relectura, siquiera la del último párrafo, para retomar la corriente.

Noto que el transporte urbano ya no alberga al lector de historietas de vaqueros. Ahora en los camiones si acaso vemos al estudiante atento a los apuntes de clase, y muy de vez en vez al joven ilustrado que lee una obra "motivacional". En cuanto a la literatura de ficción, sólo recuerdo a una joven que leía a Benedetti en un "ruta uno", camino a la Universidad.

Se antoja increíble la hazaña de Arthur Miller; según él, leyó "La Guerra y la Paz" completita, sólo en los ratos mientras viajaba en metro camino a su trabajo. Demoró un año en despachar una novela de cientos de personajes, y quién sabe cómo logró desbrozar el enmarañado argumento, entre tanto jaleo de los pasajeros.

Dos lectores excepcionales, ambos con el mismo apellido: nuestro desaparecido amigo y poeta Jorge González, y Gonzalitos. Los dos leían mientras caminaban por la calle. De la ambulante lectura del primero yo fui testigo, pues Jorge vivía frente a mi casa, y en el recuerdo aún lo veo leyendo mientras se dirigía al mercado Juárez. En cuanto al segundo, se dice que respetuosamente la gente se hacía a un lado mientras el médico caminaba absorto en la lectura, y hay quien dice que tal "vicio" contribuyó a su posterior ceguera.

Irónico que el estudiante de Letras no pueda degustar los libros, pues a veces tiene que leer dos o tres novelas en unos cuantos días. Debe pues leer a mil por hora, saltándose descripciones y circunloquios, sobre todo si mañana es el examen y apenas hoy consiguió el libro, y el maestro es tan quisquilloso y malvado, que el infeliz saca las preguntas de la paja de en medio.

Recuerdo que en mis tiempos de estudiante de Letras, la biblioteca de la escuela poseía un gordinflón libro llamado "Mil libros", que condensaba mil obras narrativas. Era cuestión de suerte hallar desocupado este "mil usos", de modo que no era rara su consulta por dos y hasta tres estudiantes amontonados. ¡De cuántos apuros nos libró este libro sagrado! En fin, hay muchas clases de lectores. Está el que con tinta roja lo subraya todo, el que para dormir lee unas cuantas líneas a modo de somnífero, el que lee en la cama boca abajo sin que se le tuerza el pescuezo, el que despanzurra los libros de tanto forzarles el lomo, el que lee equis obra porque en el club no se habla de otra cosa, el que se infarta cuando en el clímax de la novela topa con una página que la distraída imprenta dejó en blanco.

Pero, definitivamente, el peor lector es el que, tras desembolsar su dinero a cambio digamos de un Quijote de lujo, coloca el libro en el estante mientras jura que algún día lo leerá, siquiera para no sentirse un tonto por gastar dinero de oquis.

Pero pasan los años y el Quijote aún aguarda su lectura, y un día hay aseo general en casa, y el bonche de libros, incluyendo el de Cervantes, va a dar a la calle Guerrero, donde una permanente, antiquísima Feria del Libro quizá te ofrezca un Quijote nuevecito e ilustrado por 20 pesos.

Saturday, April 29, 2006

Fernando Báez -Los libros que no vamos a leer-

Los libros que no vamos a leer
Fernando Báez

Oscar Wilde, en uno de sus artículos más oblicuos, inteligentes y breves, titulado “Leer o no leer”, dividió los libros en tres clases: los que deben leerse (entre los que mencionó, por decir, la Autobiografía de Benvenuto Cellini), los que deben releerse (escritos por autores como Platón o John Keats) y los que no deben leerse nunca (para él todo libro que intentase probar algo por medio de argumentos). Olvidó, sin embargo, los libros que no pueden leerse, bien porque alguna superstición personal lo impide, una razón económica o simplemente porque resulta imposible hacerlo. Si se considera, y vale la pena dedicar este breve texto a ese fin, que hoy en día hay más libros y menos tiempo para leerlos, resulta fácil comprender que son miles o millones los textos valiosos que no vamos a leer nunca. Tengo, por decir (y perdone el lector que confunda la intimidad con la estadística), unos cuatro mil volúmenes en mi biblioteca, todos imprescindibles, oportunos, en la mayor parte clásicos o al menos importantes. Mi abuelo reunió unos mil, seguido por mi padre, que aumentó la biblioteca hasta llevarla a tres mil obras y, si no me equivoco, debo haber adquirido unos mil libros. Del modo que sea, aún leyendo con fanatismo 10 libros por mes, es decir, 120 libros por año, ni en un período de 30 años habré leído mi propia biblioteca. Esto lo veo, claro, a pequeña escala, porque desde una perspectiva más universal las preocupaciones son mayores. Las listas de clásicos que prodigan las sociedades de críticos cada cierto tiempo hablan de más de 20.000 obras determinantes para la historia de la creación del hombre. Nadie, al cabo de una vida, podrá leerlas y por un Cervantes que se conozca es probable que no se haya leído una novela tan enriquecedora como El juego de abalorios de Hermann Hesse. Por un García Márquez que se estime, se habrá dejado de leer a Plinio o a Stevenson, igualmente magníficos. Hay, por otra parte, libros extraordinarios que no están a nuestro alcance, por su idioma, por su precio o porque su acceso está restringido a pesar de las políticas editoriales demagógicas de estos tiempos. Se trata, asimismo, de libros que no vamos a leer, sin importar lo que hagamos. Ante esto, queda la nostalgia, la resignación y cierta sensación, digámoslo sin cortapisas, de alivio. En lo personal, creo que hay demasiadas cosas maravillosas por vivir que ninguna lectura puede compensar. Hay, además, un nivel de intensidad que proporcionan ciertos escritos que los hacen dignos de ocupar el espacio de decenas de otras lecturas. No cambiaría las cientos de horas que reservo para leer a Píndaro por conocer otros poetas. Pueden ser muy buenos, pero hay algo en Píndaro que llena mis días y que no logro definir (o no quiero explicar, aduciendo que como decía Cortázar una explicación es sólo un error bien vestido). Lo que importa, lo que debe predominar, es un sentido consciente de limitación justa, un equilibrio pertinente, audaz, fructífero. Es conveniente precisar que somos todo lo que nos limita. No vamos, ciertamente, a leer millones de libros; tampoco vamos a vivir millones de años ni a tener millones de vidas en la tierra. Por tanto, conviene pensar que esa clase de libros que ignoró Wilde en su lista debe servir sólo para concentrar esfuerzos en la búsqueda de grandes páginas que enriquezcan y hagan más auténtica nuestra vida.

Saturday, April 01, 2006

Guillermo Busutil -Kylindros-

Kylindros
Guillermo Busutil

Sin embargo ese compendio del yo, modelado y enriquecido por nuestra directa relación con la lectura, se inicia en realidad antes de que sepamos qué es un libro y cómo mordisquear cada una de las palabras de nuestra lengua. Y es que el primer capítulo de esta aventura arranca con la voz de un ser querido contándonos un cuento y convirtiéndose así en el primer libro que nos habla, despertándonos la imaginación y el placer de escuchar. Igual que hacía mi madre al arroparme la noche del sueño con los avatares de Esaú, David, Jonás, Salomón y otros personajes de la historia sagrada, sembrando en mi interior el embrujo de las palabras que transmiten emocionantes andanzas y gestas. Poderoso hechizo de sonidos e imágenes que a veces provocan un extraño comportamiento en quien las escucha, como le sucedió a un Stevenson niño que se negaba a aprender a leer para seguir oyendo las lecturas de su niñera. Qué magnífico ejemplo para explicar el origen de esa entrañable relación con la lectura y que libro a libro termina conformando una especie de álbum sentimental. Una metáfora que Mario Benedetti expresó mucho mejor en uno de los cuentos de su libro Buzón de Tiempo.«Al fin de cuentas, la biblioteca es su verdadera autobiografía. Aquí y allá asoman libros que han estado ligados a algún hecho o a algún sentimiento, decisivos o triviales, de su vida.»
Todo empezó con La Odisea. Aquel libro del que mi abuelo decía que era una mágica caracola y que se comprometió a leerme, a cambio de que yo me aprendiese cada día una página del diccionario y los significados de cada una de sus palabras, con el propósito de que pudiese convertirlas en pájaros, cinceles, amuletos y armas, según necesitase de ellas a lo largo de la vida. De ese modo su voz escenificaba durante la hora de la siesta, de cuya obligación me liberó, el asombroso peregrinaje de Ulises y a cuya travesía le siguieron las de Simbad el Marino, Gulliver y el capitán Ahab. Lecturas primeras con las que el abuelo me preparó para emprender en solitario el viaje por las tormentas, puertos, mares e islas del tesoro que son los libros y dejándome creer, con protectora ternura, que el mediterráneo era la primera biblioteca del mundo. Precisamente el otro fascinante hallazgo que le debo también a mi abuelo, a quien tanto le gustaba hablarme sobre las maravillosas bibliotecas de Nínive y Pergarmo, la del califa cordobés Al-Hakem y la que Demetrio de Fáleron dirigió en Alejandría con sus numerosos rollos de papiro, llamados Kylindros por los griegos.
Deslumbrantes narraciones que yo seguía entusiasmado, mientras el abuelo deslizaba su índice por la gran bola terráquea que tenía en su pequeña biblioteca, siempre en penumbra al fondo del pasillo de su casa, haciendo que su dedo me guiase a través de la antigua ruta de los libros. El apasionante tema sobre el que no me cansaba de escuchar y preguntar, como tampoco de demandarle al abuelo que también me contase los relatos de los avatares y enigmas protagonizados por misteriosos personajes como el polígrafo Maggliabecchi y su fantástica memoria de ocho mil tomos, el florentino Vespasiano da Bisticci, príncipe de los libreros del siglo XIV, Jacobo Rosenthal que eligió morir acompañado por los libros que custodiaba en la Biblioteca de Colonia incendiada en 1514, o Harry Elkins Widerner, el millonario americano que pereció en El Titanic junto a los siete mil volúmenes de la biblioteca subastada del banquero inglés Henry Huth. Personajes reales a los que, víctima de su afición por las bibliotecas y sus leyendas, admiraba con cierta envidia y un deleite que despertó en mí la vocación infantil de ser, cuando fuese mayor, un famoso ladrón de libros al servicio de mi abuelo.
Decía Rilke que la única patria es la infancia. Aunque en mi caso podríamos añadirle que mi patria también fueron los libros. Un asombroso territorio que, una vez adiestrado en la lectura, recorrí durante cinco semanas en globo, haciendo veinte mil leguas de viaje submarino, cruzando China junto a Marco Polo, sorteando peligros de Alaska, de las praderas de Missouri, de la estepa rusa y la jungla india junto a Jack London, Zane Grey, Miguel Strogoff y Kim. A todos ellos les debo que me enseñasen el esfuerzo, la valentía, la fecunda compañía de la soledad, el aprecio de la amistad y la intrepidez de la imaginación.Valores que actualmente están ajados o en desuso, debido a varias causas entre las que se encuentran el contradictorio empobrecimiento cultural, en una época sin prohibiciones y de fácil acceso al conocimiento, la precaria estimulación de la lectura en el ámbito educativo y el dominio de una mal llamada sociedad de la imagen, en la que sus defensores desconocen que una palabra vale más que mil imágenes porque puede suscitarlas todas. Igual que muchas personas ignoran que las imágenes se limitan a estimular maneras de sentir, mientras que leer es una forma de pensar. Y pensar es lo que el individuo necesita cuando aborda el difícil y complejo período de la adolescencia, donde los libros nos crean una figuración de la vida, de la historia, del mundo y de la identidad que entonces se descubre múltiple e indagatoria. Factores que condicionan al lector adolescente en la búsqueda de libros que se abran a las promesas de lo posible, que aporten algo de luz sobre sus emociones confusas y secretas o acerca de las rutas a seguir, con objeto de convertirse en aquel que sueñan.
A esa época de la primavera existencial corresponden El guardián entre el centeno, las lecturas de Poe, Conrad, Kafka, Baroja, Valle-Inclán, Herman Hesse, Arturo Barea, los miércoles en los que acudía a la Taberna del Ciervo Blanco para escuchar los cuentos de Arthur C. Clarke. Preferencias y hallazgos a los que sumarle el encuentro con la poesía de León Felipe, Lorca, Cernuda, Baudelaire, Cavafis y aquellas lecturas que, como dijo André Maurois, son un diálogo incesante en el que el libro habla y el alma contesta. Una cartografía de la aventura del espíritu, donde los libros ya no eran sólo una máquina del tiempo (que me llevaba a otros mundos y civilizaciones remotas) sino una manera de acercarme a lo real y extraño de la existencia, que además me permitía adquirir un conocimiento de mi carácter. Influjo que tuvo como principal protagonista la lectura de Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, con la que yo imité a sus héroes al pasear por los jardines intentando memorizar el libro en el que debía convertirme, mientras las chicas sonreían a mi paso solitario, ensimismado y consciente de que un libro también comenzaba a ser un diario sentimental. De hecho ¿quién no ha cumplido ese ritual adolescente que consiste en guardar entre las páginas de un libro la flor de una tarde, la frase que no nos atrevimos a decirle o el billete de aquel trayecto que hicimos al barrio del primer amor?
Qué recuerdos de una lejana primavera, en la que aquellos libros que fueron mis juguetes preferidos de la infancia iban dejándole paso a otras lecturas más intricadas y pedagógicas. Las cuales solían promover el boca a boca, entre amigos de inquietudes afines, que le confería a cada libro la cualidad de ser una lámpara que iluminaba el pensamiento y orlaba con metafórica luz la militancia en la libertad y en el espíritu crítico. Pilares básicos con los que pretendíamos construir un futuro que cambiase el mundo. Sólo esa confianza en nuestro papel generacional explica que, aún sin entender del todo los sesudos contenidos, devorásemos manuales de filosofía, política, teatro, el descubrimiento de los existencialistas como Sartre y Camus, de los maestros sudamericanos a quienes tanto debo, especialmente a Macedonio Fernández, Cortázar y Borges, como deudor soy igualmente de Fitzgerald, Lawrence Durrell, Kawabata, Marsé, Capote, Aldecoa y Hammett. Escritores cuyas obras completas adquiría en las entrañables ediciones de bolsillo de Bruguera/Libro Amigo, en las bibliotecas universitarias a las que fui inquebrantablemente asiduo o bien pidiéndolas cuando se aproximaba mi cumpleaños. Costumbre familiar, ya que desde mi infancia los Reyes Magos, mis padres y el abuelo solían sorprenderme con un lote de libros que primero olía, haciendo revolotear sus páginas, y después marcaba en la página de respeto con mi nombre y la fecha. Igual que hacía mi abuelo, igual que hoy hacen mis hijas.
De esos años de lector omnívoro, en palabras de Onetti, guardo casi todos los libros, con anotaciones al margen (realizadas con aquellos lápices de punta azul y equidistante de la roja), con párrafos y líneas subrayados, con esas huellas disecadas que evocan emociones, viajes, cafeterías, parques, espacios y geografías en los que estuve leyendo cada uno de esos ejemplares. Incluso hay uno, Rayuela de Cortázar, que durante mucho tiempo fue mi cuaderno de aprendiz de escritor y la caja secreta que todavía hoy alberga mi mapa personal/afectivo de París. La ciudad en la que un buen amigo que padecía la enfermedad de la bibliofilia, esa pasión por las ediciones raras, me aficionó a visitar las librerías antiguas de la rue de Seine, Saint Germain o Monsieur Le Prince, en busca de incunables perdidos, de ejemplares descatalogados, con una firma manuscrita en el frontispicio o una remota fecha de impresión, no demasiado dañados por la polilla del tiempo. Joyas de alto valor que tuve en mis manos, ojeándolas delicadamente, igual que si fuesen frágiles y prístinas mariposas de Gutenberg que podían deshechizarse en polvo. Nunca pude comprar ninguno de aquellos maravillosos ejemplares de palabras y tiempo, aunque sí que aprendí de los propietarios de aquellos establecimientos muchas e interesantes lecciones acerca del libro. Como que en Grecia existían mercados de obras autógrafas que alcanzaban precios desorbitados, que un rollo de papiro solía costar una dracma y dos óbolos, la habilidad de algunos comerciantes que envejecían un papiro recién copiado introduciéndolo en una cesta con cereales o que en Egipto, 3000 años a. de C., se realizaron múltiples ejemplares del célebre Libro de Los Muertos. Instructivas lecciones que, al igual que un libro te conduce a otro, me llevaron a interesarme por los Libros de Horas, los Sibilinos romanos, la Biblia del Diablo de Bohemia, los fabulosos Bestiarios del Medievo, los manuales sobre kábala y los Libros elzevirios del XVIII.Alhajas y rarezas impresas que forman parte de la cautivadora y legendaria historia del libro y de su valor como medio de comunicación de gran riqueza cultural. Además de su constante evolución en consonancia con las diferentes épocas de la humanidad. Lo mismo que la lectura es una actividad que se va depurando, a medida que uno enfila y modela las diferentes etapas de su biografía. La cual y en el caso de quien les habla, ocupándoles su tiempo, enlaza los últimos recuerdos de esa primavera existencial con la primera memoria del otoño de la vida.
A la edad del corazón y del yo, le sigue la edad del trabajo que se inicia con la difícil decisión de escoger un oficio con el que hacernos adultos y recorrer el camino. Y desde luego que para elegir no sirven los libros, pese a que después uno pueda encontrarse en la vida a numerosos piratas, lobos solitarios, pistoleros, fantasmas o individuos metamorfoseados en cucarachas, aunque en mí sí que tuvieron un primordial punto de partida ya que ellos fueron los causantes de que, durante mi infancia, decidiese convertirme en escritor. Y esa fue la razón por la que me adentré en una carrera universitaria, donde los libros eran el medio y el fin. Un período en el que la lectura, como placer, brújula y herramienta para edificar mi yo, dejó paso a la lectura profunda como adiestramiento en el arte de explorar las palabras desde dentro y de ese modo poder un día librearme con ellas. No olvidemos que el lenguaje es el arquitrabe maestro que sostiene lo que consensuamos como real, a la vez que permite levantar la casa encendida de la ficción. Ese fue el hilo de Ariadna con el que me guié a través de las lecturas de Barthes, Foucault, Lukàcs, Joyce, Nabokov, Juan Goytisolo, Proust, Cervantes, entre otros muchos teóricos y autores a los que añadirle el estudio de los clásicos españoles de Austral, la literatura de otras culturas y de los autores que los suplementos ponían de moda, como también de aquellos más desconocidos o condenados al ostracismo por la miopía política. Con cada uno de esos libros y escritores disfruté en soledad, en los debates de clase y en las charlas con otros adictos que formaban clubes de amigos de Virginia Woolf, de Borges, Mishima, Paul Morand, Ramón Gómez de la Serna, Graham Green, Miller o Kundera y cuando no llegaba a final de mes, a causa de mi precaria economía de estudiante independizado, más de una noche la lectura me sirvió de alimento, haciéndome olvidar el vacío del estómago mientras saciaba mi mente. Igual que en muchos momentos de enfermedad emocional, los libros aliviaron mis síntomas y me devolvieron el buen ánimo. Con lo que en cierto modo certificaron la creencia de Diderot en las propiedades curativas de las novelas, siendo para él más eficaces aquellas de argumento picante.
Bellos recuerdos de aquel tiempo, en el que siempre llevaba un libro en el bolsillo y otro en la cabeza. Tiempo donde el mundo era una biblioteca y cada casa un libro, con su portada, sus personajes, sus historias cruzadas y un ascensor que simbolizaba el marcapáginas.Sin embargo ahora, cuando la desmemoria gobierna nuestra rutina, anestesiada por tanta basura televisiva, y los libros combaten por sobrevivir a la errónea cultura de lo desechable en aras de la novedad de lo efímero, se dice que ya no hay tiempo para leer. Claro que tampoco lo hay para todo lo importante y humano. De hecho a contratiempo emprendemos el amor, la meditación, el diálogo, la lectura que promueven los libreros, editores y políticos, mientras cada vez son menos los lectores en embrión que ocupan su ocio con la aventura de leer. Y precisamente en ellos, en su hábito, en su mirada curiosa, reside el futuro del libro, como no hace mucho señalaba en un artículo el escritor Antonio Soler.«Al libro sólo podrán despojarlo de su leyenda negra en los colegios. Enseñando a leer a los niños, metiendo en sus vidas esa higiene mental.»
Pero para conseguir que la infancia descubra y aprecie la compañía amiga de los libros, primero hace falta que los mismos padres les enseñen a sus hijos el placer de la lectura. Basta con olvidarse del estrés de la jornada y sus problemas para tenderse un rato en la cama y prestarle voz a los cuentos de siempre, imitando a los antiguos narradores de las maqamas andalusíes que jugaban con las voces del viento y de los personajes, dejando la narración en un suspense que provocará que los pequeños demanden a la noche siguiente el resto de la historia. También vale inventar relatos con restos de la vida cotidiana y los sucesos en los que han participado los hijos, incluso darle la vuelta a los cuentos tradicionales de Perrault, Grim o Andersen para ubicar su acción en el tiempo que ocupamos. Y más adelante, cuando los niños ya pueden erguir su voz sobre las palabras escritas, compartir con ellos los párrafos del texto mediante un lúdico reparto de voces que asimismo les enseñe a escenificar la lectura. Un método asequible y afectivo con el que inculcarles el amor por los libros, al mismo tiempo que crearemos una bonita complicidad con nuestros hijos. Luego vendrían los maestros, responsables también de escolarizar la lectura con una renovación pedagógica que se aleje de la obligatoriedad y se enfoque como esa aventura con tantos siglos de historia. Algo fácil teniendo en cuenta la cantidad de publicaciones (cerca de diez mil títulos editados el pasado año) y autores infantiles que existen actualmente, dispuestos además a visitar los colegios y articular un libroforum con los incipientes lectores de sus obras. Libros que los maestros primero y después los profesores han de escoger con esmero, en función de la edad, de los problemas comunes o de las lecciones que estén impartiendo. De ese modo, educarán a los pequeños estudiantes en la costumbre y la pasión de leer un libro, para que de mayores sepan leer el mundo y a lo largo de sus vidas siempre les acompañen esos amigos, los mejores, como dice mi hija Paula. Libros que nos enseñan palabras y cosas importantes y divertidas, según mi pequeña Gala y libros que, en palabras de su amiga Olivia, nos ayudan a desarrollar la imaginación contra todo lo aburrido. Conceptos sinceros, hermosos y bien hilvanados, por los que también los adultos deberían acercarse más a menudo a la práctica de la lectura. Lo cual no hacen desde hace largos años, si recordamos que en el siglo XIX John Ruskin propuso, en una conferencia, sustituir el servicio militar obligatorio por una especie de servicio obligatorio de lectura.Esperemos que no haga falta buscar una medida similar en nuestros días. Que la agonía del libro, anunciada ya por McLuhan en los años sesenta, sea la antesala de su definitivo renacimiento y que todos sean conscientes de que sin libros no hay historia heredable, personal o colectiva. Un ambicionado y posible futuro que resulta más fácil en esta Málaga, ciudad que pare y acoge desde siempre a poetas, impresores exquisitos, editores, libreros y narradores, cuya enumeración podría dar para elaborar un libro de nombres admirados, queridos, cómplices, famosos, ausentes, activos y venideros. Nombres que en estos días están junto a los libros que nos miran, igual que los miramos a ellos, o dedicados, en la soledad de su hábitat, a darle vida y letra a un libro, con el que mañana alguien tenga un mundo en sus manos y compruebe la acertada reflexión de Alberto Manguel:«Leer es reconocer, en una combinación mágica de letras, intuiciones sobre el incierto futuro y lecciones del inmutable pasado».
Por mi parte poco más que decirles, después de repasar el querido álbum bibliográfico de mi existencia y algunos de los libros en los que, como en cada uno de los que he leído, hay un trozo de mi yo más íntimo. Vieja y estimable relación sentimental que demuestra que la vida cabe entre la realidad y un libro, además de no haberme defraudado nunca. Por eso mismo entendí al maestro Joan Perucho cuando, no hace muchos meses, dijo que pese a no poder leer él seguía comprando libros para tocarlos y olerlos. Y ese mismo amor, que en mi caso incluso es rentable ya que desde hace años me pagan por leer y escribir, es por el que sé que moriré con un libro en la mano. O al menos que mis seres queridos no se olviden de colocarme un libro en mi bolsillo cuando tenga que partir, lo mismo que yo le puse al abuelo el ejemplar de La Odisea para que se lo llevase con él en su último viaje. Pero mientras llega ese final, seguiré acercándome al oído esa mágica caracola que son libros, con la ilusión y el propósito de que su voz interior me descubra una vez más el nuevo tesoro de otra isla.

Monday, March 27, 2006

Italo Calvino -Por qué leer a los clásicos-

Por qué leer a los clásicos
Italo Calvino

Empecemos proponiendo algunas definiciones.

I. Los clásicos son esos libros de los cuales se suele oír decir: «Estoy releyendo...» y nunca «Estoy leyendo ...».
Es lo que ocurre por lo menos entre esas personas que se supone «de vastas lecturas»; no vale para la juventud, edad en la que el encuentro con el mundo, y con los clásicos como parte del mundo, vale exactamente como primer encuentro.
El prefijo iterativo delante del verbo «leer» puede ser una pequeña hipocresía de todos los que se avergüenzan de admitir que no han leído un libro famoso. Para tranquilizarlos bastará señalar que por vastas que puedan ser las lecturas «de formación» de un individuo, siempre queda un número enorme de obras fundamentales que uno no ha leído.
Quien haya leído todo Heródoto y todo Tucídides que levante la mano. ¿Y Saint-Simon? ¿Y el cardenal de Retz? Pero los grandes ciclos novelescos del siglo xix son también más nombrados que leídos. En Francia se empieza a leer a Balzac en la escuela, y por la cantidad de ediciones en circulación se diría que se sigue leyendo después, pero en Italia, si se hiciera un sondeo, me temo que Balzac ocuparía los últimos lugares. Los apasionados de Dickens en Italia son una minoría reducida de personas que cuando se encuentran empiezan en seguida a recordar personajes y episodios como si se tratara de gentes conocidas. Hace unos años Michel Butor, que enseñaba en Estados Unidos, cansado de que le preguntaran por Emile Zola, a quien nunca había leído, se decidió a leer todo el ciclo de los Rougon-Macquart. Descubrió que era completamente diferente de lo que creía: una fabulosa genealogía mitológica y cosmogónica que describió en un hermosísimo ensayo.
Esto para decir que leer por primera vez un gran libro en la edad madura es un placer extraordinario: diferente (pero no se puede decir que sea mayor o menor) que el de haberlo leído en la juventud. La juventud comunica a la lectura, como a cualquier otra experiencia, un sabor particular y una particular importancia, mientras que en la madurez se aprecian (deberían apreciarse) muchos detalles, niveles y significados más. Podemos intentar ahora esta otra definición:

II. Se llama clásicos a los libros que constituyen una riqueza para quien los ha leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para quien se reserva la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones para saborearlos.
En realidad, las lecturas de juventud pueden ser poco provechosas por impaciencia, distracción, inexperiencia en cuanto a las instrucciones de uso, inexperiencia de la vida. Pueden ser (tal vez al mismo tiempo) formativas en el sentido de que dan una forma a la experiencia futura, proporcionando modelos, contenidos, términos de comparación, esquemas de clasificación, escalas de valores, paradigmas de belleza: cosas todas ellas que siguen actuando, aunque del libro leído en la juventud poco o nada se recuerde. Al releerlo
en la edad madura, sucede que vuelven a encontrarse esas constantes que ahora forman parte de nuestros mecanismos internos y cuyo origen habíamos olvidado. Hay en la obra una fuerza especial que consigue hacerse olvidar como tal, pero que deja su simiente. La definición que podemos dar será entonces:

III. Los clásicos son libros que ejercen una influencia particular ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual.
Por eso en la vida adulta debería haber un tiempo dedicado a repetir las lecturas más importantes de la juventud. Si los libros siguen siendo los mismos (aunque también ellos cambian a la luz de una perspectiva histórica que se ha transformado), sin duda nosotros hemos cambiado y el encuentro es un acontecimiento totalmente nuevo.
Por lo tanto, que se use el verbo «leer» o el verbo «releer» no tiene mucha importancia. En realidad podríamos decir:

IV. Toda relectura de un clásico es una lectura de descubrimiento como la primera.

V. Toda lectura de un clásico es en realidad una relectura.

La definición 4 puede considerarse corolario de ésta:

VI. Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir.

Mientras, que la definición 5 remite a una formulación más explicativa, como:

VII. Los clásicos son esos libros que nos llegan trayendo impresa la huella de las lecturas que han precedido a la nuestra, y tras de sí la huella que han dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado (o más sencillamente, en el lenguaje o en las costumbres).
Esto vale tanto para los clásicos antiguos como para los modernos. Si leo la Odisea leo el texto de Homero, pero no puedo olvidar todo lo que las aventuras de Ulises han llegado a significar a través de los siglos, y no puedo dejar de preguntarme si esos significados estaban implícitos en el texto o si son incrustaciones o deformaciones o dilataciones. Leyendo a Kafka no puedo menos que comprobar o rechazar la legitimidad del adjetivo «kafkiano» que escuchamos cada cuarto de hora aplicado a tuertas o a derechas. Si leo Padres e hijos de Turguéniev o Demonios de Dostoyevski, no puedo menos que pensar cómo esos personajes han seguido reencarnándose hasta nuestros días.
La lectura de un clásico debe depararnos cierta sorpresa en relación con la imagen que de él teníamos. Por eso nunca se recomendará bastante la lectura directa de los textos originales evitando en lo posible bibliografía crítica, comentarios, interpretaciones. La escuela y la universidad deberían servir para hacernos entender que ningún libro que hable de un libro dice más que el libro en cuestión; en cambio hacen todo lo posible para que se crea lo contrario. Por una inversión de valores muy difundida, la introducción, el aparato crítico, la bibliografía hacen las veces de una cortina de humo para esconder lo que el texto tiene que decir y que sólo puede decir si se lo deja hablar sin intermediarios que pretendan saber más que él. Podemos concluir que:

VIII. Un clásico es una obra que suscita un incesante polvillo de discursos críticos, pero que la obra se sacude continuamente de encima.
El clásico no nos enseña necesariamente algo que no sabíamos; a veces descubrimos en él algo que siempre habíamos sabido (o creído saber) pero no sabíamos. que él había sido el primero en decirlo (o se relaciona con él de una manera especial). Y ésta es también una sorpresa que da mucha satisfacción, como la da siempre el descubrimiento de un origen, de una relación, de una pertenencia. De todo esto podríamos hacer derivar una definición del tipo siguiente:

IX. Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad.
Naturalmente, esto ocurre cuando un clásico funciona como tal, esto es, cuando establece una relación personal con quien lo lee. Si no salta la chispa, no hay nada que hacer: no se leen los clásicos por deber o por respeto, sino sólo por amor. Salvo en la escuela: la escuela debe hacerte conocer bien o mal cierto número de clásicos entre los cuales (o con referencia a los cuales) podrás reconocer después «tus» clásicos. La escuela está obligada a darte instrumentos para efectuar una elección; pero las elecciones que cuentan son las que ocurren fuera o después de cualquier escuela.
Sólo en las lecturas desinteresadas puede suceder que te tropieces con el libro que llegará a ser tu libro. Conozco a un excelente historiador del arte. Hombre de vastísimas lecturas, que entre todos los libros ha concentrado su predilección más honda en Las aventuras de Pickwick, y con cualquier pretexto cita frases del libro de Dickens, y cada hecho de la vida lo asocia con episodios Pickwickianos. Poco a poco él mismo, el universo, la verdadera filosofía han adoptado la forma de Las aventuras de Pickwick en una identificación absoluta. Llegamos por este camino a una idea de clásico muy alta y exigente:

X. Llámase clásico a un libro que se configura como equivalente del universo, a semejanza de los antiguos talismanes.
Con esta definición nos acercamos a la idea del libro total, como lo soñaba Mallarmé.
Pero un clásico puede establecer una relación igualmente fuerte de oposición, de antítesis. Todo lo que Jean-Jacques Rousseau piensa y hace me interesa mucho, pero todo me inspira un deseo incoercible de contradecirlo, de criticarlo, de discutir con él. Incide en ello una antipatía personal en el plano temperamental, pero en ese sentido me bastaría con no leerlo, y en cambio no puedo menos que considerarlo entre mis autores. Diré por tanto:

XI. Tu clásico es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él.
Creo que no necesito justificarme si empleo el término «clásico» sin hacer distingos de antigüedad, de estilo, de autoridad. Lo que para mí distingue al clásico es tal vez sólo un efecto de resonancia que vale tanto para una obra antigua como para una moderna pero ya ubicada en una continuidad cultural. Podríamos decir:

XII. Un clásico es un libro que está antes que otros clásicos; pero quien haya leído primero los otros y después lee aquél, reconoce en seguida su lugar en la genealogía.
Al llegar a este punto no puedo seguir aplazando el problema decisivo que es el de cómo relacionar la lectura de los clásicos con todas las otras lecturas que no son de clásicos. Problema que va unido a preguntas como: «Por qué leer los clásicos en vez de concentrarse en lecturas que nos hagan entender más a fondo nuestro tiempo?» y «¿Dónde encontrar el tiempo y la disponibilidad de la mente para leer los clásicos, excedidos como estamos por el alud de papel impreso de la actualidad?».
Claro que se puede imaginar una persona afortunada que dedique exclusivamente el «tiempo-lectura» de sus días a leer a Lucrecio, Luciano, Montaigne, Erasmo, Quevedo, Marlowe, el Discurso del método, el Wilhelm Meister, Coleridge, Ruskin, Proust y Valéry, con alguna divagación en dirección a Murasaki o las sagas islandesas. Todo esto sin tener hacer reseñas de la última reedición, ni publicaciones para unas oposiciones, ni trabajos editoriales con contrato de vencimiento inminente. Para mantener su dieta sin ninguna contaminación, esa afortunada persona tendría que abstenerse de leer los periódicos, no dejarse tentar jamás por la última novela o la última encuesta sociológica. Habría que ver hasta qué punto sería justo y provechoso semejante rigorismo. La actualidad puede ser trivial y mortificante, pero sin embargo es siempre el punto donde hemos de situarnos para mirar hacia adelante o hacia atrás. Para poder leer los libros clásicos hay que establecer desde dónde se los lee. De lo contrario tanto el libro como el lector se pierden en una nube intemporal. Así pues, el máximo «rendimiento» de la lectura de los clásicos lo obtiene quien sabe alternarla con una sabia dosificación de la lectura de actualidad. Y esto no presupone necesariamente una equilibrada calma interior: puede ser también el fruto de un nerviosismo impaciente, de una irritada insatisfacción. Tal vez el ideal sería oír la actualidad como el rumor que nos llega por la ventana y nos indica los atascos del tráfico y las perturbaciones meteorológicas, mientras seguimos el discurrir de los clásicos, que suena claro y articulado en la habilitación. Pero ya es mucho que para los más la presencia de los clásicos se advierta como un retumbo lejano, fuera de la habitación invadida tanto por la actualidad como por la televisión a todo volumen. Añadamos por lo tanto:

XIII. Es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a categoría de ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo.

XIV. Es clásico lo que persiste como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone.
Queda el hecho de que leer los clásicos parece estar en contradicción con nuestro ritmo de vida, que no conoce los tiempos largos, la respiración del otium humanístico, y también en contradicción con el eclecticismo de nuestra cultura, que nunca sabría confeccionar un catálogo de los clásicos que convenga a nuestra situación.

Estas eran las condiciones que se presentaron plenamente para Leopardi, dada su vida en la casa paterna, el culto de la Antigüedad griega y latina y la formidable biblioteca que le había legado el padre Monaldo, con el anexo de toda la literatura italiana, más la francesa, con exclusión de las novelas y en general de las novedades editoriales, relegadas al margen, en el mejor de los casos, para confortación de su hermana («tu Stendhal», le escribía a Paolina). Sus vivísimas curiosidades científicas e históricas, Giacomo las satisfacía también con textos que nunca eran demasiado up to date: las costumbres de los pájaros en Buffon, las momias de Frederick Ruysch en Fontenelle, el viaje de Colón en Robertson.
Hoy una educación clásica como la del joven Leopardi es impensable, y la biblioteca del conde Monaldo, sobre todo, ha estallado. Los viejos títulos han sido diezmados pero los novísimos se han multiplicado proliferando en todas las literaturas y culturas modernas. No queda más que inventarse cada uno una biblioteca ideal de sus clásicos; y yo diría que esa biblioteca debería comprender por partes iguales los libros que hemos leído y que han contado para nosotros y los libros que nos proponemos leer y presuponemos que van a contar para nosotros. Dejando una sección vacía para las sorpresas, los descubrimientos ocasionales.
Compruebo que Leopardi es el único nombre de la literatura italiana que he citado. Efecto de la explosión de la biblioteca. Ahora debería reescribir todo el artículo para que resultara bien claro que los clásicos sirven para entender quiénes somos y adónde hemos llegado, y por eso los italianos son indispensables justamente para confrontarlos con los extranjeros, y los extranjeros son indispensables justamente para confrontarlos con los italianos.
Después tendría que reescribirlo una vez más para que no se crea que los clásicos se han de leer porque(«sirven» para algo. La única razón que se puede aducir es que leer los clásicos
Y si alguien objeta que no vale la pena tanto esfuerzo, citaré a Cioran (que no es un clásico, al menos de momento, sino un pensador contemporáneo que sólo ahora se empieza a traducir en Italia): «Mientras le preparaban la cicuta, Sócrates aprendía un aria para flauta. "¿De qué te va a servir?", le preguntaron. "Para saberla antes de morir"».

Sunday, February 26, 2006

Roger Chartier -El concepto de lector moderno-

El concepto del lector moderno
Roger Chartier
École des Hautes Études en Sciences Sociales-Paris


Este trabajo está dedicado a presentar cómo afectaron a los lectores de España las mutaciones que modificaron profundamente las relaciones con la cultura escrita en la Europa de la primera Edad Moderna.


Libros impresos, textos manuscritos
¿Se puede definir la «modernidad» de la lectura de los años 1480-1680 a partir de la circulación de los textos impresos? Es claro que con la imprenta se ampliaron a la vez el público de los lectores y la familiaridad con los libros. El librero condenado al infierno, en los Sueños de Quevedo, lo indica irónicamente: «yo y todos los libreros nos condenamos por las obras malas que hacen los otros, y por lo que hicimos barato de los libros en romance y traducidos del latín, sabiendo ya con ellos los tontos lo que encarecían en otros tiempos los sabios, que ya hasta el lacayo latiniza, y hallarán a Horacio en castellano en la caballeriza» (Arellano, 186). Facilitando la multiplicación de los ejemplares, las ediciones en pequeño formato, las traducciones en las lenguas vulgares, la imprenta aseguró la difusión de los textos clásicos y sabios más allá de los medios restringidos que solían leerlos en la cultura manuscrita.

Semejante divulgación de la cultura escrita otorgada por la imprenta, fundamentó el desprecio de la nueva técnica y de sus productos (Bouza, 1977). Duraderamente en los siglos XVI y XVII se opuso a la alabanza de la invención de Gutemberg, las quejas contra las corrupciones que había introducido. Tanto los autores fieles a un modelo aristocrático de la escritura como los eruditos de la «Respublica litteratorum» despreciaban el negocio de los libreros y la publicación impresa de los textos, porque según ellos, corrompían a la vez la integridad de las obras, deformadas por los yerros y gazapos los componedores y correctores ignorantes, la ética literaria, destruida por la codicia, la avidez y las piraterías de los editores, y, finalmente, el sentido mismo de los textos, comprados y leídos por lectores incapaces de entenderlos. Los aristócratas y los eruditos preferían la circulación manuscrita de las obras porque destinaba los textos sólo a los que podían apreciarlos o comprenderlos, y porque expresaba la ética de obligaciones recíprocas que caracterizaba tanto la urbanidad nobiliaria como las prácticas intelectuales eruditas.
No abandonó el lector moderno los manuscritos. En las casas aristocráticas, la advertencias y consejos que los nobles componían para sus hijos conservaron una forma manuscrita que, a la vez protegía su secreto o privacidad y permitía la incorporación de correcciones o adiciones. Pero más allá del ámbito nobiliario, la lectura de los textos manuscritos se mantuvo durante toda la primera Edad Moderna. El caso inglés propone una tipología de esta producción manuscrita que indica los géneros que fueron más que otros trasladados por copistas profesionales o simples lectores como por ejemplo los discursos, libelos o sátiras políticas, las obras poéticas reunidas en misceláneas, o las partituras (Love, Woudhuysen). Podemos pensar que la situación era idéntica en el mundo español de los siglos XVI y XVII y que la lectura moderna no significó el fin de la circulación de los manuscritos.


Lectura silenciosa, lectura en voz alta
La más espectacular de las mutaciones reside en los progresos de la lectura silenciosa que no supone la oralización del texto para los otros o para sí mismo. Ya antes de la invención de la imprenta, este modo de leer se había difundido en el mundo universitario medieval y escolástico, y después en las cortes y las aristocracias seglares (Alessio, Saenger). Durante los dos siglos de la primera modernidad, la práctica conquista lectores más numerosos, que no son lectores profesionales o cortesanos y a quienes les gustan las obras de ficción.
Diversos son los indicios de esta transformación de la práctica de lectura que supone que el lector pueda entender un texto sin necesariamente leerlo en voz alta. Por un lado, el verbo «leer» adquiere comúnmente el significado de leer silenciosamente. Cervantes casi siempre lo empleaba con este sentido y añadía un adverbio o una expresión («leyendo en pronunciando», «leyendo en voz clara», «leyendo alto») cuando evocaba una lectura oralizada (Frenk 1999). Por otro lado, es la percepción de los progresos de la lectura silenciosa la que refuerza la denuncia de los efectos peligrosos de la ficción tal como los denunciaban ya anteriormente la condena cristiana de los malos ejemplos y la referencia neoplatónica a la expulsión de los poetas de la República (Ife). Se consideraba que las fábulas, cuando estaban leídas silenciosamente, se apoderaban con una fuerza irreprimible de lectores maravillados y embelesados, que percibían el mundo imaginario desplegado por el texto literario como más real que la realidad misma. Cervantes ejemplificó este poder de la lectura silenciosa por su manera de inscribir el inverosímil Coloquio de los perros dentro del Casamiento engañoso. En efecto, Campuzano no lee en voz alta ni recita el Diálogo de los perros del Hospital de la Resurrección de Valladolid que oyó y trasladó, sino que propone a Peralta leerlo privadamente, silenciosamente, como si esta relación con la ficción permitiera más fácilmente la creencia en lo increíble: «Yo me recuesto -dijo el Alférez- en esta silla, en tanto que vuestra merced lee, si quiere, esos sueños o disparates» (Molho, 124).
Sin embargo la difusión más extendida de la lectura silenciosa no debe hacer olvidar la larga y profunda persistencia de las prácticas de las lecturas oralizadas en la España de los siglos XVI y XVII. Para ciertos autores, fieles al Tesoro de la lengua castellana de Sebastián Covarrubias (1611), que define «leer» como «pronunciar con palabras lo que por letras está escrito», el verbo seguía significando leer en voz alta. Es el caso de Lope de Vega que precisaba el verbo cuando aludía a una lectura silenciosa- por ejemplo escribiendo «leer para sí» (Frenk, 1999)-.
Como práctica de la sociabilidad letrada, la lectura en voz alta se apoderaba de todos los géneros literarios: no sólo los géneros poéticos en sus diversas formas, sino también las novelas caballerescas o pastoriles, los libros de historia, las epístolas o las obras teatrales (Frenk, 1977, 21-38). El prólogo de Fernando de Rojas y los versos de Alonzo de Proaza, muestran claramente que el texto de la Celestina se dirigía a un lector que iba a leer la obra en voz alta para un público restringido de oyentes. Indica el autor: «Assí que cuando diez personas se juntaren a oír esta comedia en quien sepa esta differencia de condiciones, como suele acaescer, ¿quién negará que aya contienda en cosa que de tantas maneras se entienda?», y precisa el «corrector de la impressión»: «Si amas y quieres a mucha atención / leyendo a Calisto mover los gentes, / cumple que sepas hablar entre dientes / a vezes con gozo, esperança y passión, / a vezes ayrado con gran turbación; / Finge leyendo mil artes y modos; / Pregunta y responde por boca de todos, / llorando o ryiendo en tiempo y sazón» (Severin, 80-81 y 345).

Numerosas son las circunstancias de la vida cortesana o aristocrática que movilizaban la lectura en voz alta (Bouza, 2000, 99-100). Así, las lecturas dirigidas al príncipe cuando comía o después de su cena; las lecturas religiosas hechas por el amo de casa para su familia o sus criados; las lecturas de los libros de caballerías entre madre y hija, tal como las recuerda Teresa de Jesús (Chicharro 123-124); o las lecturas para pasar tiempo, como ésta que propone don Juan a don Jerónimo, en el capítulo LIX de la Segunda Parte del Quijote: «Por vida de vuestra merced, señor don Jerónimo, que en tanto que traen la cena leamos otro capítulo de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha» (Rico, 1998, 1110).

La lectura en voz alta desempeñaba otro papel: transmitir los textos a los analfabetos que son numerosos en la España del Siglo de Oro, aunque los niveles de alfabetización en la Península no sean tan débiles como se ha afirmado durante mucho tiempo (Viñao Frago). Cervantes ficcionalizó semejante transmisión de los textos en el capítulo XXXII de la Primera parte del Quijote, donde el ventero Juan Palomeque evoca la lectura en voz alta de dos novelas de caballería, Don Cirongilio de Tracia y Felixmarte de Hircania, y de una crónica, la Historia del Gran Capitán Gonzalo Hernández de Córdoba: «cuando es tiempo de la siega, se recogen aquí las fiestas muchos segadores, y siempre hay algunos que saben leer, el cual coge uno destos libros en las manos, y rodeámos dél más de treinta, y estámosle escuchando con tanto gusto, que nos quita mil canas» (Rico, 1998, 369).
Se aseguraba así a los textos de ficción, una circulación más allá de los «lectores», la lectura en voz alta era sin duda movilizada de una manera aún más importante para los sacerdotes y los predicadores. Con la presentación de imágenes y la teatralización de la palabra viva, la lectura y el comentario de pasajes, tanto de las Escrituras como de libros de devoción, eran una de las estrategias esenciales de la misión católica. Es muy claro entonces, que la forma «moderna» de la lectura en silencio y en soledad, no borró inclusive para los letrados, las prácticas más antiguas que ligaban el texto y la voz.


La lectura docta
La primera Edad Moderna conoció una transformación importante de los hábitos de lectura de los doctos. Fernando Bouza esbozó una tipología de este nuevo modo de leer que hace hincapié en tres prácticas: confeccionar cuadernos o cartapacios de citas, hacer escolios manuscritos junto al texto impreso, elaborar sumas del contenido de los libros leídos (Bouza, 2000, 84-85). Todas estas maneras de leer se remiten a una misma técnica intelectual común: la técnica de los tópicos o lugares comunes.

Dos objetos fueron el soporte y el símbolo de esa manera de leer. El primero es la rueda de libro. Estaba ya presente en las bibliotecas medievales, pero los ingenieros del Renacimiento propusieron su perfeccionamiento gracias a los progresos de la mecánica. Movida por una serie de engranajes, la rueda de libros le permitía al lector hacer que simultáneamente aparecieran ante su vista los diferentes libros que estaban dispuestos en cada uno de los pupitres del aparato. La lectura que autorizaba ese instrumento era una lectura de varios libros a la vez. El lector docto que la realizaba era un lector que confrontaba, comparaba y cotejaba los textos, que los leía para extraer de ellos citas y ejemplos, y que los anotaba al fin de recopilar los pasajes que retenían su atención.

Los cuadernos de tópicos recibían los fragmentos textuales así marginados. Se trataba, en primer lugar, de un instrumento pedagógico ya que cada estudiante debía copiar en unos cuadernillos, organizados por temas y tópicos, las citas que merecían una atención particular por su interés gramatical, su ejemplaridad estilística o su valor demostrativo. Es así que Lope de Vega indicó a su hijo, en la dedicatoria de su comedia El verdadero amante: «Si no os inclináredes a las letras humanas, de que tengáis pocos libros, y esos selectos, y que le saquéis las sentencias, sin dejar pasar cosas que leáis notable sin línea o margen» (Case, 104). Pero los cuadernos de lugares comunes acompañaban también todas las lecturas sabias. La abundancia de «sentencias» que contenían alimentaba el ideal retórico de la «copia verborum ac rerum», necesaria para toda argumentación o composición tal como lo demuestran los «libros» de lugares comunes del siglo XVI, conservados por ejemplo los «notata» de Alvar Gómez de Castro, Pedro Velázquez o Juan Vázquez de Mármol (Bouza, 200, 84-85).

La lectura que caracterizaba la técnica de los tópicos tenía sus especialistas: aquellos lectores profesionales empleados por las familias aristocráticas para acompañar a sus hijos en las universidades, asumir las tareas de secretario o de «lector», y componer los epítomes, compendios, y glosas que ayudaban a su amo en la lectura de los clásicos (Jardine y Grafton). Pero más allá de estos profesionales de la lectura, a menudo antiguos graduados universitarios, los libros de lugares comunes constituían un recurso compartido para cualquiera lectura letrada. Dos iniciativas de los editores lo demuestran. Por un lado, numerosas fueron las ediciones de obras teatrales o poéticas que indicaron con diversos dispositivos (bastardilla, comas invertidas, estrellas, o pequeñas manos en las márgenes) los versos o la líneas que el lector debía destacar y eventualmente copiar (Hunter). Por otro lado, algunos editores publicaron antologías impresas de lugares comunes que circulaban en toda Europa y que permitían a los lectores conseguir fácilmente las citas que necesitaban para la composición de sus propios textos (Moss). Los repertorios de apotegmas (definidos por Covarrubias como «una sentencia breve dicha con espíritu y agudeza, por persona grave y de autoridad») que recopilaban los dichos emitidos por los Antiguos o autores españoles canónicos, desempeñaban un papel semejante procurando a su lector las citas indispensables a una argumentación (Cuartero y Chevalier).


Lengua vulgar y lectura en latín
Otra definición del lector moderno podría vincularse con la lectura en lengua vulgar. En el Diálogo de la lengua, Valdés contesta así la pregunta de Coriolano en cuanto a los libros castellanos que deben leerse por su buen estilo: «Digo que, como sabéis, entre lo que está escrito en lengua castellana principalmente ay tres suertes de scrituras, unas en metro, otras en prosa, compuestas de su primer nacimiento en lengua castellana, agora sean, falsas, agora verdaderas; otras ay traduzidas de otras lenguas, espacialmente de la latina» (Barbolani, 239-240). Solamente cincuenta años después de la introducción de la imprenta en España, Juan de Valdés podía proponer una biblioteca de las mejores obras en lengua vernacular que contenía libros «romançados de latín» (el Boecio de consolación, el Enquiridión, algunos textos de devoción), traducciones del italiano (por ejemplo la del Cortesano, que sin embargo, Valdés pretendía no haber leído), los poetas castellanos del siglo XV, los libros de caballería, y La Celestina, de la cual Valdés dice: «Corregidas estas dos cosas (el uso de vocablos fuera de propósito y el abuso de vocablos «tan latinos que no se entienden en castellano»), soy de opinión que ningún libro ay escrito en castellano donde la lengua esta más natural, más propia ni más elegante» (Barbolani, 255). A este repertorio literario, Juan de Valdés añadía las coplas, romances, canciones y villancicos que se encuentran impresos en el Cancionero general «porque en aquellos refranes se vee muy bien la puridad de la lengua castellana» (Barbolani, 126).
Tanto la actividad editorial como el contenido de las bibliotecas particulares siguieron, pero con un notable retraso, los progresos de la escritura en lengua vulgar. Por un lado, los libros en latín mantuvieron su importancia en la producción libresca. Constituyeron entre 35 y 45% de los libros impresos en cada década en Valencia entre 1490 y 1536 y aún 52% entre 1545 y 1572 (Berger, 366); mientras que en Barcelona formaron el 60% de la producción editorial entre 1501 y 1509, entre 45% y 50% entre 1510 y 1529, y entre 25% y 35% para la décadas comprendidas entre 1530 y 1589, salvo entre 1560 y 1569, donde alcanzaron el 41% (Peña, 1996, 288). En ambas ciudades la castellanización de la producción progresa durante el siglo XVI a expensas, tanto del valenciano y del catalán, como del latín.

La conquista del castellano fue más precoz en Valencia, ya que es en la década de 1510, que los libros en castellano superaron a los que estaban en valenciano, y es en la década 1520, cuando compusieron entre el 50% y 66% de la producción. La conquista fue más lenta en Barcelona, donde es recién en la década 1560, cuando los libros en castellano, superaron a los que estaban en catalán, para lograr más del 60% recién a partir de 1580.
Por otro lado, en Barcelona por lo menos, las bibliotecas de las elites urbanas tradicionales, eclesiásticas pero también seglares, mostraron una resistencia aún más fuerte del latín que continúa siendo la lengua dominante en estas colecciones (Peña, 1997). La «modernidad» lingüística caracterizó ante todo las bibliotecas más modestas de los mercaderes y artesanos, dominadas por el catalán hasta el último tercio del siglo y, después, por el castellano. Esto no significa que en la Barcelona del siglo XVI no circulaban en una amplia escala textos impresos en lengua catalana, sino que estos textos pertenecían a los repertorios de los «papeles populares» sin valor económico que no registraban los notarios cuando hacían el inventario de los libros de un difunto: berceroles, franselms, isopets, goigs, llunaris, calendaris, cobles, etc. Es claro, sin embargo, que más duraderamente que lo sugiere la «biblioteca» en romance de Juan de Valdés, los textos en latín conservaron una importancia fundamental en la producción y la posesión de los libros.
En 1672 la bibliografía «nacional» de Nicolás Antonio, publicada en latín en Roma, borró la diferencia entre lengua antigua y lengua vulgar puesto que la obra mencionaba a todos los autores antiguos o contemporáneos que nacieron en una «patria» que pertenece -o perteneció- a la monarquía española y que escribieron en latín o en la lengua «popular» (Antonio). Un doble criterio organizaba entonces el monumento edificado a la gloria de las letras españolas por Nicolás Antonio: el criterio de la soberanía política -aún cuando no exista más como en el caso de los autores portugueses incluidos en la Bibliotheca Hispana- y el criterio de la lengua que condujo a acoger a autores extranjeros pero que redactaron sus escritos en «la lengua nacional de nuestro pueblo». Escrita en latín pero con comentarios en castellano sobre las obras, procurando referencias a libros redactados en ambas lenguas, la Bibliotheca Hispana reivindicaba y alababa un patrimonio literario «nacional» cuya excelencia estaba presentada a la Europa letrada como contrapunto a la decadencia de la monarquía católica (Géal).
La obra de Nicolás Antonio debe ubicarse en un doble contexto. En primer lugar, es un ejemplo tardío del género de las bibliografías que a partir de finales del siglo XV habían publicado sea un catálogo de los autores nacidos en un mismo territorio «nacional», como por ejemplo en los libros de Johnan Tritheim para Alemania (1495) o John Bale para Gran Bretaña (1548), o bien un catálogo de los autores que escribieron en la lengua vulgar: así la Libraria de Anton Francesco Doni (1550), la Bibliothèque de François de La Croix du Maine (1584) o la Bibliothèque d'Antoine Du Verdier (1585) (Chartier, 76-89). En España, semejante proyecto había conducido a la publicación de dos «bibliotecas» que la obra de Nicolás Antonio querría armonizar: la Hispaniae Bibliothecae de Andreas Schott (alias Peregrinus), publicada en Francfurt en 1608 escrita en latín y dominada por las obras en esta lengua, y el Epítome de una Biblioteca oriental y occidental, náutica y geográfica de Antonio León Pinelo, editado en Madrid en 1629, que traducía al castellano los títulos de obras escritas en cuarenta y cuatro lenguas tanto en la Península como en las Indias.
La Bibliotheca Hispana se sitúa también en el marco de los nuevos instrumentos propuestos a los lectores para que puedan ordenar y componer sus bibliotecas: los repertorios de autores y títulos tal como los libros de Schott o Pinelo, los catálogos de bibliotecas ilustres que circulaban en ediciones impresas (por ejemplo en el caso de las bibliotecas de Antonio Agustín, arzobispo de Tarragona, o de Gabriel Sora y Aguerri, obispo de Albarracín, cuyos catálogos fueron editados en 1586 y 1618), y, finalmente, los métodos para organizar cualquier colección de libros, real o posible. En España, el primer ejemplo impreso de tal libro es el De bene disponenda bibliotheca publicado por Francisco de Araoz en Madrid en 1631 (Solís de los Santos). Impreso en 8º «para poder tenerse más fácilmente a mano y llevarse con la suficiente comodidad por donde se quiera mientras se trabaja en la formación de bibliotecas», el libro de Francisco de Araoz distribuía entre quince categorías los títulos de los libros que sin establecer un repertorio cerrado procuraban ejemplos para la constitución de una colección de libros «dignos de ubicación, estudio y ponderación» (Solís de los Santos, 106 y 116).
Estos instrumentos intentaban responder a dos ansiedades contradictorias frente a la cultura escrito. La primera era el temor de la perdida, de la desaparición. Fundamentó en el Renacimiento la búsqueda de los textos antiguos, la copia y la impresión de los manuscritos, la constitución de las bibliotecas regias o principescas que, como la Laurentina, debían abarcar todos los saberes y encerrar dentro de sus muros y apartados (sesenta y cuatro en la biblioteca del Escorial) el universo mismo (Bouza, 1998, 168-185).

Pero la acumulación de los libros antiguos y la multiplicación de los nuevos gracias a la imprenta produjeron otra inquietud: el miedo frente a un exceso indomable, a una abundancia caótica. Tanto en España como en otras partes de Europa, los catálogos, cualquiera que sea su objeto (una colección particular, un repertorio de los autores de una «nación», la propuesta de una biblioteca ideal) fueron instrumentos poderosos para establecer un orden moderno de los discursos.


Discreto lector y vulgo
La imprenta sustituyó a las audiencias separadas y especializadas de la edad del manuscrito por un nuevo público, en el cual se mezclaban los estamentos, edades y sexos (De Courcelles y Val Julián). Es a este público que se dirigían los nuevos géneros tipográficos que ligaban una fórmula editorial -el pliego suelto- y un repertorio textual en versos o prosa (Infantes, 1998). La forma del pliego o del plecs, se define como una hoja de papel doblada dos veces -es decir, ocho páginas en el formato en 4º. En una jornada de trabajo, una prensa podía imprimir entre 1. 250 y 1.500 ejemplares de un pliego. Así ajustada a las estructuras de la imprenta española que contaba muchos talleres que no disponían más que de una prensa, la fórmula del pliego (que podía ampliarse hasta cuatro hojas de imprenta, sea treinta y dos páginas) imponía la elección de los textos cuya circulación podía asegurar. Tenían que ser breves, susceptibles de gran difusión y pertenecer a géneros «populares» en el doble sentido, social y comercial, de la palabra. De ahí, en los siglos XVI y XVII las preferencias para el repertorio poético tradicional (Rodríguez-Moñino, Escobedo, García de Enterría, 1973), las relaciones de sucesos cuya producción anual se incrementó fuertemente a partir de la última década del siglo XVI (Agulló y Cobo), o las comedias sueltas (Moll). La amplia difusión de los pliegos permitió la presencia del escrito impreso en la cultura de lo cotidiano -aún para los analfabetos o mal alfabetizados. El pliego poético, por ejemplo, fue un objeto utilizado para el aprendizaje de la lectura tal como lo fue la cartilla a la cual se refiere el diálogo entre Peribañez y Casilda en la comedia de Lope: «Amar y honrar su marido / es letra deste abecé, / sieno buena por la B, / que es todo el bien que te pido.» (McGrady, 29-32, Infantes, 1995).
Al crear un nuevo público gracias a la circulación de los textos en todos los estamentos sociales, los pliegos sueltos contribuyeron a la construcción de la división entre el «vulgo» y el «discreto lector». Cierto es que la categoría de «vulgo» no designaba, ni inmediatamente ni exclusivamente, a un público «popular» en el sentido estrictamente social del término (Riley). Mediante una dicotomía retórica que encontró su expresión más contundente en la fórmula del doble prólogo, lo importante era descalificar a los lectores (o espectadores) desprovistos de juicio estético y competencia literaria. En 1599, Mateo Alemán opone así en los dos prólogos del Guzmán el «vulgo» y el «discreto». Dirigiéndose al primero declara: «No quiero gozar el privilegio de tus honras ni la franqueza de tus lisonjas, cuando con ello quieras honrarme, que la alabanza del malo es vergonzosa. Quiero más la reprehensión del bueno, por serlo el fin con que la hace, que tu estimación depravada, pues forzoso ha de ser mala», mientras que pensando en el segundo dice: «No me será necesario con el discreto largos exordios ni prolijas arengas: pues ni le desvanece la elocuencia de palabras ni lo tuerce la fuerza de oración a más de lo justo, ni estriba su felicidad en que le capte la benevolencia. A su corrección me allano, su amparo pido y su defensa me encomiendo» (Rico 1983). Pero en el siglo de Oro, el «vulgo» constituía el principal mercado tanto para los textos representados sobre las tablas (ya que como dijo Lope a propósito de las comedias: «porque las paga el vulgo, Es justo / hablarle en necio para darle gusto») (Rozas) como para los romances, coplas y relaciones los pliegos impresos vendidos por los ciegos (Botrel). La existencia postulada y comprobada de ese «vulgo» como amplio público gobernaba las estrategias de la escritura y también las decisiones editoriales de los impresores y libreros.
Entre 1480 y 1680, la construcción de nueva figura del lector se remitió a una paradoja. Los lectores letrados y doctos, que acogieron las nuevas obras y las nuevas técnicas intelectuales, se quedaron fieles a los objetos manuscritos y las prácticas de la oralidad. Al revés, los lectores «populares», que no pertenecían al mondo de los humanistas y que participaban plenamente en una cultura tradicional oral, visual y gestual, fueron constituido como el público al quien se dirigieron las innovaciones editoriales. Este quiasmo fundamenta la ambigüedad de la «modernidad» de los lectores del siglo de Oro ya que es una «modernidad» que, en maneras diversas, siempre enlaza herencias y novedades.

Wednesday, January 25, 2006

Robert Darnton -El lector como misterio-

El lector como misterio
Robert Darnton
Este ensayo se publicó originalmente en la revista Journal of French Studies (No. 23, 1986), y figura de modo más accesible en la colección de ensayos The Kiss of Lamourette. Reflections in Cultural History. Robert Darnton nació en los Estados Unidos en 1939. Inició su carrera como reportero policial de The Newark Star Ledger y de The New York Times, diario en el que su hermano John trabajaba a la sazón como periodista. A esa época pertenecen sus primeros artículos sobre la historia del libro y la ideología de la Revolución Francesa. De esos años datan también las dos pasiones que lo acompañarán en el futuro: la historia cultural de iletrados y pobres, y su amor de toda la vida por la Francia del siglo XVIII.
Hacia mediados de los años setenta Darnton publicó "Writting News and Telling Stories", una pieza que ganó renombre y sitio en las antologías de los clásicos contemporáneos del ensayo en lengua inglesa. Una de sus ideas centrales es sencillamente fascinante: las nuevas de todos los días son repeticiones cíclicas de antiguos argumentos literarios que fueron en otro tiempo noticias que ahora nos devuelve la pluma de un escritor como un argumento literario que mañana será noticia... A manera de ejemplo, Darnton evoca un episodio que narra con extrañas variaciones la misma tragedia: "Una historia recurrente es el caso de los padres que en un extravío de la identidad asesinan a su propio hijo. Se publicó por primera vez en una rudimentaria hoja parisina de noticias en 1618. Luego cruzó por innumerables reencarnaciones: apareció enToulouse en 1848, en Angôuleme en 1881, y finalmente en un periódico argelino moderno del que la rescató Albert Camus para reescribirla con un estilo existencialista para L’etranger y Malentendu. Aunque los nombres, las fechas y los lugares varían, la forma del cuento es inequívocamente la misma en el curso de tres siglos".
Darnton se educó como historiador en las universidades de Harvard y de Oxford; actualmente es titular de la cátedra "Shelby Cullom Davis" de Historia Moderna de Europa en la Universidad de Princeton. Como Praz y Bajtin, como Gay y Huizinga, como Burke o Shattuck, Darnton figura entre los eruditos universitarios que logró salir de la botella porque supo dar con el tono de charla y la vena narrativa que han permitido que su obra interese y divierta y capture a lectores ajenos al mundo académico. Una autoridad en historia cultural de Europa del siglo XVIII, Darnton ha publicado también Mesmerism and the End of the Enlightenment (Schoken Books, 1968); The Business of Enlightenment: A Publishing History of the Encyclopédie, 1775-1800 (Cambridge, Mass., 1979); The Literary Underground of the Old Regime (Harvard University Press, 1982); La gran matanza de los gatos y otros episodios de historia cultural francesa (México, Fondo de Cultura Económica, traducción de Carlos Valdés, 1987). En colaboración con Daniel Roche preparó la edición de Revolution in Print: The Press in France, 1775-1880 (1990). Su libro más reciente es Berlin Journal, 1989-1990 (Norton, 1991).
Ovidio nos aconseja cómo leer una carta de amor: "Si tu enamorado se vale de un sirviente fiel para hacerte insinuaciones por medio de recados inscritos sobre tablillas, sopesa con cautela sus palabras, reflexiona en cada frase, procura adivinar si con hermosas expresiones finge sentimientos o si sus ruegos provienen de un corazón lacerado por un amor sincero". El poeta romano podría ser cualquiera de nosotros. Ovidio habla sobre un dilema en el que nos podemos ver a cualquier edad, que existe con vida propia más allá de las fronteras del tiempo. Al leer sobre la lectura en El arte de amar se tiene la sensación como de escuchar una voz que remonta una distancia de dos mil años para dirigirse directamente a nosotros.
Pero mientras más escuchamos esa voz, más extraña resuena la sonoridad de su timbre. Ovidio a continuación prescribe, en El arte de amar, cómo arreglarse con maña para tratar con el amante a espaldas del marido:
Está en consonancia con la moral y la jurisprudencia que una mujer virtuosa debe temer a su marido y permanecer vigilada por una escolta severa...
Pero aunque tus guardias tuviesen la vista de lince de los ojos de Argos, si lo deseas de modo ferviente te será fácil engañarlos. Por ejemplo, ¿quién puede impedir que tu sirviente y cómplice oculte tus misivas en su corpiño o entre la planta del pie y la suela de la sandalia?
Supongamos que la guardia es tan sagaz como para barruntar este tipo de ardides. Entonces pide a tu confidente que te ofrezca su espalda para sustituir las tablillas y convierte su cuerpo en una carta viviente.
Se sobrentiende que la prenda amada desviste a la dócil esclava de su amante para leer el mensaje que porta su cuerpo —un estilo de comunicación por carta en cierto modo distante del de nuestros días. A pesar de ese falso dejo de obra intemporal, El arte de amar nos transporta a un mundo que apenas nos es dable imaginar. Para mejor comprenderlo es imprescindible al menos cierta familiaridad con la mitología romana, las técnicas de composición por escrito, la vida cotidiana del imperio. Se requiere un poco de imaginación para ponerse en el lugar de la esposa de un patricio romano, y para saber apreciar el contraste entre la moral y las maneras convencionales de una sociedad entregada a la vida mundana y al cinismo, precisamente en una época en la que se predicaba el Sermón de la Montañaña, en lengua bárbara y lejos del alcance de los oídos romanos.
Leer a Ovidio nos enfrenta con el misterio de la lectura. Aunque leer es un acto a la vez natural y extraño que compartimos con nuestros antepasados, nuestras experiencias de lectura ni siquiera asemejan a las suyas como lectores. Podemos disfrutar la ilusión de viajar en el tiempo para establecer contacto con autores que vivieron hace tres siglos. Pero aun suponiendo que los textos que hoy leemos como antiguos se han mantenido inalterados —lo que se antoja virtualmente imposible debido a los cambios en la forma de preservar los libros como objetos meramente físicos—, nuestra relación con esos textos difícilmente equipara a la que tuvieron con esas obras los lectores del pasado. La lectura, en suma, también tiene una historia. ¿Cómo podemos recobrarla?
Podríamos empezar por examinar los testimonios de los propios lectores. En El queso y los gusanos, Carlo Ginzburg encontró uno, de un humilde molinero de la Friulia del siglo XVIII, entre los documentos de la Inquisición. Para reunir pruebas sobre el cargo de herejía, el inquisidor interrogó a su víctima sobre sus lecturas. Menocchio respondió con una retahíla de títulos y de comentarios detallados sobre cada libro leído. Al comparar los textos con las interpretaciones, Ginzburg descubrió que Menocchio había devorado una cantidad inmensa de relatos bíblicos, de crónicas, de libros de viajes, un acervo propio de la biblioteca de un patricio. Menocchio no era un simple destinatario del tipo habitual de mensajes que un orden social transmite de arriba abajo. No sólo había leído de modo compulsivo, sino que había modificado los contenidos de los textos a su alcance y con esas lecturas había edificado una concepción del mundo radicalmente distante de la visión cristiana de la vida. Si esa idea del mundo se remonta o no hasta las antiguas tradiciones populares, como Ginzburg afirma, es tema de otro debate; pero Ginzburg demostró, sin dejar lugar a duda, que es plausible estudiar la lectura como se estudia cualquier otro quehacer de la gente común y corriente que vivió hace cuatro siglos.
En el curso de mis propias investigaciones sobre la Francia del siglo XVIII tropecé con un testimonio sistemático de un lector de clase media. Se trataba de un comerciante de La Rochelle, de nombre Jean Ranson, lector apasionado e incondicional de Rousseau. Ranson no sólo leía con fruición a Rousseau sino que lloraba de emoción a cada página; a decir verdad, Ranson incorporó las ideas de Rousseau a cada acto decisivo de la trama de su vida: al establecerse como comerciante, al enamorarse, al contraer matrimonio y durante la crianza de sus hijos. Lectura y vida corren de la mano con motivos recurrentes en una caudalosa serie de cartas que Ranson escribió entre 1774 y 1785, y que confirma que las ideas de Rousseau fueron asimiladas profundamente al modo de vida de la burguesía de la provincia francesa en los años del Antiguo Régimen. Tras la publicación de La nueva Eloísa, Rousseau recibió una cantidad abrumadora de cartas de tono parecido a las que Ranson escribió. Ésa fue, creo, la primera marejada de cartas de admiradores en de la historia de la literatura, aunque es cierto que Richardson había levantado algunas olitas en Inglaterra. Esas cartas revelan que los lectores de toda Francia respondieron como respondió Ranson y, además, que sus respuestas coincidieron con las reacciones que Rousseau procuró deliberadamente inculcar en sus lectores con los dos prefacios de su novela. Rousseau educó a su público en cómo debería leerlo. A sus lectores les asignó papeles y les ofreció una estrategia de lectura para someterse a su novela. Esta novedosa manera de leer funcionó tan impecablemente que La nueva Eloísa se convirtió en el gran best-seller del siglo, en la fuente más importante de la sensibilidad romántica. Esa sensibilidad se ha extinguido en la actualidad. Ningún lector moderno recorrería los seis volúmenes de La nueva Eloísa con el alma en vilo y hecho un mar de lágrimas. Pero en su momento culminante Rousseau cautivó a generaciones enteras de lectores al provocar una revolución en el acto quieto de leer.
Los ejemplos de Menocchio y de Ranson son un indicio de que leer y vivir, componer una página y darle significado a la vida, estaban vinculados de modo más íntimo en los orígenes de la historia moderna que en nuestros días. Pero antes de extraer conclusiones es necesario explorar con calma más archivos, comparar las descripciones de los lectores sobre sus experiencias de lectura con las anotaciones al margen en sus ejemplares y, cuando sea posible, con su propio comportamiento. Era un lugar común decir que Los sufrimientos del joven Wherter desencadenó en Alemania una oleada de suicidios. ¿No ha llegado el momento para hacer un nuevo repaso sobre esta "fiebre wherteriana"? Los prerrafaelistas propiciaron en Inglaterra resoluciones análogas al pregonar la doctrina de que la vida imita al arte, un tema que es posible perseguir desde Don Quijote hasta Madame Bovary y Miss Lonelyhearts. Al examinar caso por caso, la leyenda podría ganar en solidez si se le coteja con documentos: registros auténticos de los suicidios, diarios, cartas a los editores de las obras. La correspondencia de los escritores y los documentos de los editores son fuentes insuperables de información sobre los lectores reales. Hay docenas de cartas de lectores en la correspondencia publicada de Voltaire y de Rousseau y entre los documentos inéditos de Balzac y de Zola.
En suma, tendría que ser posible elaborar tanto una historia como una teoría sobre la respuesta del lector a una obra. Posible, pero en modo alguno sencillo; los documentos sólo muy rara vez revelan al lector en el acto mismo de leer, es decir, en el instante en que atribuye significados con inspiración en los textos, amén de que los documentos son a su vez textos que además requieren de interpretación. Muy pocos de esos documentos son suficientemente ricos como para proporcionarnos al menos acceso indirecto a los elementos cognoscitivos y emocionales de la lectura, y unos cuantos casos excepcionales podrían resultar insuficientes para reconstruir las dimensiones íntimas de esa experiencia. Pero los historiadores del libro ya han desenterrado una cantidad considerable de información sobre la historia exterior de la lectura. Una vez estudiada como fenómeno social, los historiadores podrán contestar a muchas de las preguntas esenciales: "quién", "qué", "dónde" y "cuándo", respuestas de inestimable utilidad al intentar contestar las preguntas realmente complejas "por qué" y "cómo".
Los estudios sobre quién lee qué libros en diferentes épocas suelen pertenecer a uno de dos enfoques principales: el macro y el microanalítico. El macroanálisis ha reverdecido particularmente en Francia, en donde esta escuela se nutre en una vigorosa tradición de historia social cuantitativa. Henri-Jean Martin, François Furet, Robert Estivals y Frédéric Barbier han rastreado la evolución de los hábitos de lectura desde el siglo XVI hasta el presente, valiéndose de series estadísticas de largo plazo elaboradas a partir del dépôt légal, de registros de los permisos de edición y de la publicación anual de la Bibliographie de la France. Un historiador puede advertir en las ondulaciones de estas gráficas muchos fenómenos deslumbrantes que cundieron como epidemia entre el público educado durante los años que van de Voltaire a Bougainville: la decadencia del latín, el auge de la novela, la fascinación general por el mundo cercano de la naturaleza y por los mundos distantes de los países exóticos. Los alemanes han elaborado series estadísticas de mayor alcance gracias a fuentes de información particularmente ricas: los catálogos de las ferias del libro de Frankfurt y Leipzig, que abarcan de la mitad del siglo XVI a mediados del siglo XIX. (El catálogo de la Feria de Frankfurt se publicó ininterrumpidamente de 1564 a 1749, y el catálogo de Leipzig, que data de 1594, se puede sustituir para el periodo posterior a 1797 por el Hinrichssche Verzeichnisse.) Aunque los catálogos tienen sus desventajas, proporcionan un índice aproximado sobre la lectura en Alemania desde el Renacimiento; y esas fuentes de información abundantes han sido explotadas por una sucesión de historiadores alemanes del libro desde que Johann Goldfriedrich publicó, entre 1908 y 1909, su monumental obra Geschichte des deutschen Buchhandels. El mundo de la lectura en lengua inglesa no dispone de parejas fuentes de información; pero para el periodo posterior a 1557, cuando Londres empezó a dominar la industria editorial, los documentos de la London Stationers’ Company han abastecido a H.S. Bennett, W.W. Greg y otros historiadores con suficiente material como para trazar la evolución del comercio del libro en lengua inglesa. Aunque la tradición bibliográfica británica no ha favorecido la compilación de estadísticas, hay una gran cantidad de información cuantitativa en los catálogos de las ventas al descubierto que se remontan a 1475. Giles Barber ha trazado algunas gráficas al estilo francés de las cifras de los registros de derechos aduanales, y Robert Winans y G. Thomas Tanselle se han formado una opinión de la etapa inicial de la lectura en Estados Unidos mediante una reelaboración de la inmensa American Bibliography, preparada por Charles Evans (dieciocho mil entradas para el periodo de 1638 a 1783, entre las que se incluyen, desafortunadamente, una cantidad indeterminada de "libros fantasmas").
Todo este trajín para compilar y computar datos ha servido al menos para obtener algunas pautas sobre los hábitos de lectura, pero a veces se nos proponen conclusiones tan generales que difícilmente convencen. La novela, como la burguesía, daría la impresión de ir siempre en ascenso, a su vez, las gráficas caen en picada justo en los puntos previsibles —muy notablemente en el caso de la Feria del Libro de Leipzig en el curso de la Guerra de los Treinta Años, y en Francia durante los años de la Primera Guerra Mundial. La mayoría de los historiadores cuantitativos clasifican sus datos estadísticos en categorías tan imprecisas como "artes y ciencias" y "belles-lettres", que terminan por ser deficientes para identificar fenómenos particulares como el Debate sobre la Sucesión, el Jansenismo, la Ilustración o el Renacimiento Gótico —esto es, los temas que mayor atención han despertado entre los historiadores culturales y los eruditos literarios. La historia cuantitativa del libro tendrá que depurar sus categorías y precisar sus enfoques antes de gozar de mayor ascendente, como seguramente tendrá, entre las corrientes académicas tradicionales.
A pesar de sus aciertos, los historiadores cuantitativos han descuidado algunos esquemas estadísticos significativos, y estoy seguro de que sus hallazgos serían aún más impresionantes si fuesen algo más que un empeño por hacer comparaciones entre un país y otro. Por ejemplo, las estadísticas son un indicio de que el renacimiento cultural de Alemania en las postrimerías del siglo XVIII tiene alguna suerte de relación con esa epidémica fiebre de lectura denominada comúnmente Lesewut o Lesesucht. El catálogo de Leipzig no alcanzó sino hasta 1794 el nivel que había fijado antes de la Guerra de los Treinta Años, cuando concluyó 1 200 títulos de libros recientemente publicados. Con la efervescencia del Sturm und Drang, el catálogo se elevó a 1 600 títulos en 1770; luego a 2 600 en 1780 y a 5 000 en 1800. Los franceses siguieron un esquema diferente. La producción del libro creció de modo estable durante un siglo después de la paz de Westphalia (1648): un siglo de gran literatura, desde Corneille hasta la Encyclopédie, que coincidió con la decadencia de Alemania. Pero durante los cincuenta años siguientes, cuando las figuras prominentes de Alemania alcanzaron la cumbre de su talento, el crecimiento francés luce relativamente modesto. Según Robert Estivals los permisos de edición para publicar nueve libros (priviléges y permissions tacites) montaron a 729 en 1764, a 896 en 1770, y a sólo 527 en 1780; los nuevos títulos propuestos al dépôt légal en 1780 sumaron 700. Sin duda, diferentes tipos de documentos y criterios disímiles de medida pueden arrojar diferentes resultados, amén de que las fuentes oficiales excluyen la enorme producción ilegal de libros franceses. Pero cualesquiera que sean sus deficiencias, las cifras indican un gran salto adelante en la vida literaria alemana después de un siglo de preponderancia francesa. Alemania tenía también más escritores, aunque la población de las áreas franco y germano parlantes era casi la misma. Un almanaque literario alemán, Das gelehrte Teutschland enlistó 3 000 escritores vivos en 1772 y 4 300 en 1776. Una publicación francesa equiparable, La France littéraire, incluía a 1 187 autores en 1757 y a 2 367 en 1769. Mientras que Voltaire y Rousseau se internaban en la vejez, Goethe y Schiller alcanzaron la cresta de una ola de creatividad literaria mucho más fértil de lo que cabe imaginar si uno se atiene exclusivamente a las historias convencionales de la literatura.
La minuciosa comparación de estadísticas suele ser muy útil para trazar un mapa de corrientes culturales. Luego de tabular los permisos de edición de libros en el curso del siglo XVIII, François Furet confirmó una acentuada debilidad de las antiguas ramas del saber, particularmente las humanidades y la literatura clásica latina, dominios del conocimiento que según las estadísticas de Henri-Jean Martin habían reverdecido durante el siglo XVII. Después de 1750 es notable el predominio de géneros novedosos como los clasificados bajo el rubro de "Arts and Sciences". Al examinar los archivos notariales parisinos, Daniel Roche y Michel Marion se percataron de una tendencia análoga. Novelas, libros de viajes y obras de historia natural tienden a arrumbar a los clásicos en las bibliotecas de los aristócratas y de la burguesía acomodada. Todos los estudios reparan en el declive significativo de la literatura religiosa durante el siglo XVIII. Estos estudios confirman los hallazgos de la investigación cuantitativa en otros dominios de la historia social: el de Michele Vovelle sobre ritos funerarios, por ejemplo, y la investigación de Dominique Julia sobre órdenes religiosas y prácticas de enseñanza.
Los panoramas temáticos de la lectura alemana son un adecuado complemento de sus pares sobre la literatura francesa. En los catálogos de las ferias del libro de Leipzig y de Frankfurt, Rudolf Jentzsch y Albert Ward comprobaron un pronunciado declive de los clásicos latinos, inversamente proporcional al aumento de las novelas. Hacia finales del siglo XIX, según Eduard Reyer y Rudolf Schenda, los patrones estadísticos de préstamo de libros en las bibliotecas alemanas, inglesas y norteamericanas exhibían pautas de descenso increíblemente similares: 70 u 80% de los libros provenían de la categoría literatura ligera (en su mayoría novelas); 10% pertenecían a géneros como la historia, la biografía y los libros de viajes, y menos del 1% pudo ser clasificado como obras sobre religión. En poco más de doscientos años, el mundo de la lectura se transformó por completo. El auge de la novela habría compensado el declive de la literatura religiosa, y en el caso de casi todos los géneros fue posible situar el momento de ruptura hacia la segunda mitad del siglo XVIII, particularmente en la década de 1770, durante los años de la fiebre wertheriana. En Alemania se le brindó a Wherter una recepción aún más apoteósica de la que se ofreció en Francia a La nueva Eloísa y a Pamela en Inglaterra. El éxito arrollador de las tres novelas confirmó el triunfo de una nueva sensibilidad literaria; las líneas finales de Werther darían la impresión de proclamar el advenimiento de un nuevo público lector y la extinción de la cultura cristiana tradicional: "Unos jornaleros cargaron con la caja. No le acompañó ningún clérigo".
De modo que a pesar de su diversidad y de sus contradicciones ocasionales, los estudios macroanalíticos permiten vislumbrar algunas conclusiones de carácter general, de algún modo afines a la noción de Max Weber sobre la "desmistificación del mundo". Este concepto, sin embargo, podría parecer demasiado vasto como para servir de consuelo. Los amantes de la precisión preferirían el microanálisis, aunque por lo regular este enfoque linda con el extremo opuesto: exceso de detalles. Un ejemplo: están a nuestra disposición cientos de listados de títulos de los libros que se han conservado en bibliotecas desde la Edad Media hasta nuestros días, tantos que nadie podría siquiera abrigar la esperanza de leerlos. A pesar de estas relaciones abrumadoras de títulos, una mayoría de historiadores coincidiría en que el catálogo de una biblioteca privada es útil como perfil de un lector, aunque todos sepamos que jamás leemos todos los libros que tenemos y, de otra parte, que en efecto leemos muchos libros que no nos pertenecen. Examinar el catálogo de la biblioteca de Monticello es como pasar revista a los pertrechos intelectuales de Jefferson. Por añadidura, el estudio de las bibliotecas particulares ofrece la ventaja de vincular el "qué" con el "quién" de la lectura.
También en este terreno los franceses han tomado la delantera. En un ensayo ya clásico publicado en 1910, "Les Enseignements des bibliothèques privées", Daniel Mornet examinó los catálogos de las bibliotecas y llegó a conclusiones que ponen en tela de juicio algunos de los más célebres lugares comunes de la historia literaria. Después de tabular títulos de libros provenientes de quinientos catálogos del siglo XVIII, Mornet encontró un solo ejemplar de la obra que habría de convertirse en la biblia de la Revolución Francesa, El contrato social de Rousseau. Las bibliotecas no sólo están abarrotadas de libros de autores totalmente olvidados, sino que esos volúmenes no ofrecen ningún tipo de fundamento coherente como para relacionar ciertos tipos de lectura (la obra de los filósofos, por ejemplo) con lectores de una clase social (la burguesía). Setenta años y varias refutaciones después, la obra de Mornet conserva su antiguo esplendor. A su sombra ha crecido por cierto una vasta literatura. Ahora disponemos de estadísticas sobre las bibliotecas de los aristócratas, los magistrados, los curas, los miembros de la academia, los comerciantes en pequeño, los artesanos e incluso un puñado de sirvientes domésticos. Los académicos franceses han estudiado las lecturas de diferentes estratos sociales en ciudades determinadas —el Caen de Jean-Claude Perrot, el París de Michel Marion— y a lo largo y a lo ancho de regiones enteras —la Normandía de Jean Quéniart, el Languedoc de Madeleine Ventre. En su mayoría, los estudios se fían de los inventaires après décès, registros notariales de los libros que formaban parte de los caudales de un difunto. De maneran que adolecen de los prejuicios propios de este tipo de documentos, en general proclives a desatender los libros de escaso valor comercial, o que suelen conformarse con enunciados tan imprecisos como "una pila de libros". Pero el ojo del notario francés supo apreciar una enormidad de detalles, más de los que acertó a pescar la mirada de los notarios alemanes; Rudolph Schenda estima que los inventarios de Alemania son lamentablemente pobres como orientación de los hábitos de lectura de la gente común y corriente. El estudio alemán más concienzudo es probablemente el panorama de inventarios de las postrimerías del siglo XVIII en Frankfurt am Main, elaborado por Walter Wittermann. Esta obra revela que eran dueños de libros el 100% de los altos funcionarios, 51% de los comerciantes, 35% de los maestros artesanos y 26% de los oficiales. Daniel Roche estableció una distribución porcentual similar entre la gente común y corriente de París: eran dueños de libros sólo 35% de los obreros asalariados y de los sirvientes domésticos que aparecen en los archivos notariales de la década de 1780. Pero Roche también descubrió muchos otros indicios de familiaridad con la palabra escrita. En el año emblemático de 1789 casi la totalidad de los sirvientes domésticos podía rubricar su nombre en los inventarios. Una cantidad apreciable de escritorios propios, completamente equipados con utensilios de escritura y atestados de documentos familiares. La mayoría de los tenderos y de los almacenistas pasaron en la escuela varios años de su infancia. Antes de 1789 ya había en París quinientas escuelas primarias, una por cada mil habitantes, en su mayoría gratuitas. Los parisinos eran lectores, concluye Roche, pero no leían los libros enlistados en los inventarios. Su sed de lectura se nutría con populibros, hojas sueltas, avisos, cartas personales, e incluso con las señales de tránsito de las calles. Los parisinos leían para encontrar su camino a través de la ciudad y de su vida, pero sus modos de leer no dejaron suficientes pistas en los archivos como para que el historiador pudiera pisarles de cerca los talones.
En consecuencia, el historiador debe buscar otros surtidores de información. Las listas de suscriptores han sido una de las fuentes favoritas, pero tienen la desventaja de incluir únicamente a los lectores de mayores recursos. Entre fines del siglo XVII y principios del XIX se publicaron en Inglaterra muchos libros por suscripción, que además contienen las respectivas listas de suscriptores. Los investigadores adscritos al proyecto de Newcastle (Tyne) para la elaboración de una Bibliografía Histórica se han servido de esos listados para elaborar una sociología histórica de los lectores. Esfuerzos similares se llevan a cabo en Alemania, particularmente entre académicos de Klops-tock y Wieland. Quizá se editó por suscripción una sexta parte de los libros publicados en Alemania entre 1770 y 1810, periodo en que esta práctica editorial alcanzó su punto culminante. Pero incluso durante su Blütezeit, las listas de suscriptores no permiten vislumbrar un panorama preciso de los lectores. Esos listados prescindieron de los nombres de muchos suscriptores, incluyeron otros que no eran lectores sino mecenas, y en términos generales representan mejor el arte y maña de vender libros que urdió un puñado de empresarios que los hábitos de lectura de un público educado, según reza a la letra la crítica devastadora que ha hecho Reinhard Wittmann sobre las investigaciones sustentadas en las listas de suscriptores. La obra de Wallace Kirsop sugiere que una investigación de esa naturaleza podría ser más provechosa en Francia, dado que la edición por suscripción gozó del favor del público lector en las postrimerías del siglo XVIII. Pero las listas francesas, como las otras, favorecen en términos generales a los lectores de mayores recursos y a los libros de carácter decorativo.
Los registros de préstamo bibliotecario a domicilio son una opción más adecuada para establecer relaciones entre géneros literarios y clases sociales, pero sólo se conservan unos cuantos. Las solicitudes de préstamo de la biblioteca ducal de Wolfenbüttel, que abarcan desde 1666 a 1928, son realmente extraordinarias. En opinión de Wolfang Milde, Paul Raabe y John McCarthy esos registros serían prueba de una significativa "democratización" de la lectura en la década de 1760: se duplicóel número de libros solicitados en préstamo; los prestatarios provenían de estratos sociales inferiores (entre los que se encotraban conserjes, criados de librea y oficiales de menor rango del ejército); y los temas favoritos de lectura tendieron a ser más ligeros, cambiando los tópicos doctos por las novelas sentimentales (las imitaciones de Robinson Crusoe fueron particularmente bien recibidas). Curiosamente, los registros de la Bibliothéque du Roi, en París muestran que conservó durante ese mismo periodo su número habitual de usuarios, alrededor de cincuenta al año, incluido uno de nombre Denis Diderot. Los parisinos no podían llevarse los libros a casa, pero a cambio disfrutaban de la hospitalidad de una época más pausada. Aunque el bibliotecario abría sus puertas sólo dos mañanas a la semana, les servía opíparos banquetes antes de regresarlos a casa. Actualmente han cambiado mucho las condiciones en la Bibliothéque Nationale. Sus bibliotecarios han tenido que resignarse a una ley básica de la economía: no hay almuerzo gratuito.
Los historiadores microanalistas han dado con muchos otros hallazgos —tantos, a decir verdad, que terminaron por topar con el mismo problema que sus colegas macrocuantitativos: ¿cómo dar una orden a todos esos materiales? La disparidad de la documentación —catálogos de subastas, archivos notariales, listas de suscriptores, registros bibliotecarios— en modo alguno facilita la tarea. Si los historiadores sacan diferentes conclusiones es en parte debido a las peculiaridades de las fuentes, más que a las preferencias de los lectores. Y a menudo las monografías se excluyen mutuamente: en una investigación resulta que los artesanos son un grupo social educado, y en otra se les tilda de analfabetos; según un autor los libros de viajes gozan de una inmensa popularidad entre ciertos grupos sociales de una región determinada, y en opinión de otro resulta que el mismo género apenas tiene lectores en otras zonas. Un cotejo sistemático de géneros, mundos circundantes, época y región daría la impresión de ser una conspiración orquestada precisamente para encontrar las excepciones que refutan todas las reglas.
Un solo historiador del libro, al menos hasta ahora, ha sido lo suficientemente audaz como para proponer un modelo general de análisis. Rolf Engelsing pretende que a finales del siglo XVIII se verificó "una revolución de la lectura" (Leserevolution). Desde la Edad Media y hasta poco después de 1750, según Engelsing, los hombres leían "intensivamente". Disponían de unos cuantos libros —la Biblia, un almanaque, un par de obras pías— pero las leían una y otra vez, habitualmente en voz alta y en grupo, de modo que grabaron de manera profunda en su conciencia un breve repertorio de literatura tradicional. Hacia 1800, los hombres habrían empezado a leer "extensivamente". Leían cualquier clase de material impreso, en especial publicaciones periódicas y diarios, pero los leían una sola vez, antes de irse de bruces sobre la siguiente novedad. Engelsing no ofrece suficientes testimonios como para apuntalar con solidez esta hipótesis. A decir verdad, la mayor parte de su investigación se atiene únicamente a una pequeña muestra de burghers (pequeños comerciantes) de Bremen. Pero su enfoque tiene esa seductora sencillez de las teorías que delimitan un antes de y un después de, y entrega una fórmula práctica para cotejar modos de leer tanto en los orígenes como en las postrimerías de la historia europea. En mi opinión, su mayor debilidad reside precisamente en que no es una concepción lineal. La lectura no avanza en un curso de dirección única, es decir, de una forma intensiva a otra extensiva. Creo sencillamente que se lee de manera diferente entre diversos grupos sociales y en diferente épocas. Hombres y mujeres han leído para salvar su alma, para educar sus modales y maneras, para reparar máquinas, para cortejar a un ser querido, para enterarse de los sucesos de actualidad y también por pura diversión. En muchos casos, pero sobre todo en el caso particular de los lectores de Richardson, de Rousseau, de Goethe, la atención se concentró con intensidad en un puñado de autores, en lugar de dispersarse. Pero no estoy convencido de que el fin del siglo XVIII representa un momento de ruptura, una época en la que se pusieron al alcance de amplios públicos muchos géneros de impresos, y en la que se advierte el surgimiento de una comunidad masiva de lectores que habría de adquirir proporciones gigantescas en el siglo XIX con la industria del papel fabricado a máquina, las prensas impulsadas a vapor, el linotipo y una alfabetización casi universal. Todas estas transformaciones abrieron nuevos horizontes, pero no mediante la disminución de la intensidad en la lectura, sino mediante la multiplicación del surtido.
Debo confesar que la propia concepción de una "revolución de la lectura" me inspira cierto escepticismo. Y sin embargo, un historiador estadounidense del libro, David Hall, explica en términos casi idénticos a los de Engelsing la transformación en los hábitos de lectura en Nueva Inglaterra entre 1600 y 1850. Antes del año 1800, los lectores de Nueva Inglaterra se nutrían de una breve y venerable colección de "libros de venta segura" —la Biblia, los almanaques, el New England Primer, Rise and Progress of Religion de Phillip Doddridge, Call to the Unconverted de Richard Baxter—, que leían una y otra vez, en voz alta y en grupo, con excepcional intensidad. Después de 1800, Nueva Inglaterra recibió un verdadero aluvión de lecturas novedosas —novelas, periódicos, inocentes y risueñas variedades de literatura infantil—, y los lectores devoraron todos los géneros, desechando una lectura tan pronto como les caía en las manos otra. Aunque ni Hill ni Engelsing jamás han oído hablar uno del otro, ambos dieron con una pauta general semejante en latitudes muy distantes del mundo occidental. Tal vez es cierto que se verificó un cambio fundamental en la naturaleza de la lectura hacia finales del siglo XVIII. Quizá no se trató propiamente de una revolución, pero acaso fue un signo del fin del Antiguo Régimen —el reinado de Thomas à Kempis, Johann Arndt y John Bunyan.
El "dónde" de la lectura es mucho más importante de lo que parece a primera vista, porque saber situar al lector en su escenario suele proporcionar indicios acerca de la naturaleza de su experiencia de lectura. En la Universidad de Leyden hay un grabado, fechado en 1610, que ilustra la biblioteca de la universidad. Ese grabado representa libros, innumerables volúmenes de abultados infolios, formados en altas estanterías que sobresalen del alineamineto natural de los muros y dispuestos en una secuencia que reproduce los encabezamientos de materia de la bibliografía clásica: Jurisconsulti, Medici, Historici, y así sucesivamente. Los estudiantes, dispersos por la sala, están absortos en la lectura, los libros colocados sobre soportes de madera ensamblados a la estantería a la altura del hombro. Todos los jóvenes están de pie, visten una capa gruesa y un gorro para abrigarse del frío, descansan un pie sobre la barra de apoyo para aliviar la presión del peso del cuerpo. Leer no fue una actividad placentera en la edad del humanismo clásico. En imágenes que datan de siglo y medio antes "La lecture" y "La liseuse" de Fragonard, por ejemplo, los lectores se reclinan cómodamente sobre sus meridianas, o bien sobre sendas mecedoras acojinadas mientras reposan los pies sobre un escabel. Los lectores son a menudo mujeres, ataviadas con batas holgadas conocidas en la época como liseuses. Por lo general, acarician entre las manos un delicado tomo en dozavo y tienen la mirada perdida. Entre Fragonard y Monet, también autor de una "liseuse" la lectura se desplazó del saloncito íntimo de las señoras al aire libre. El lector atiborra con libros paisajes de campos y cumbres, escenarios entre los que puede, como Rousseau o como Heine, sentirse en comunión con la naturaleza. La Madre Naturaleza debió lucir un semblante desencajado unas cuantas generaciones más tarde, cuando los jóvenes tenientes educados en Göttingen y en Oxford leían en las trincheras de la primera Guerra Mundial los esbeltos tomos de poesía para los que habían encontrado un rinconcito en sus mochilas militares. Uno de los libros que más aprecio de mi pequeña colección es un ejemplar de Hölderlin, Hymnen an die Ideale der Menschheit, con la inscripción: "Adolf Noelle, enero de 1916, nord-Frankreich", obsequio de un amigo alemán obstinado en dilucidar el enigma de Alemania. Todavía no estoy muy seguro de entender, pero creo que una cabal comprensión de la lectura ganaría mucho si enseñáramos con mayor ahínco todo lo que sabemos sobre su iconografía y sus aprestos, incluidos el mobiliario y el vestuario.
Naturalmente, el historiador no debe interpretar esas pinturas al pie de la letra ni presumir que representan los escenarios y las posturas que solía elegir la gente para leer. Pero la pintura hace aparecer las presunciones invisibles, es decir, lo que la gente aceptaba que debería ser la lectura o la atmósfera en la que debería transcurrir. Es indudable que en su cuadro A Father Reading the Bible to his Children (Un padre leyendo la Biblia a sus hijos), Greuze le dio un tono sensiblero a la lectura colectiva. Restif de la Bretonne hizo probablemente lo propio en las lecturas familiares de la Biblia que describe en La vie de mon père: "No puedo recordar sin enternecerme el arrobo con el que escuchábamos su lectura ni los sentimientos de hermandad y de nobleza que se apoderaban de nuestra numerosa familia (en la que incluyo a los sirvientes domésticos). Mi padre solía dar inicio a su lectura de la Biblia con las siguientes palabras: "Niños míos, preparen su alma; el Espíritu Santo está a punto de dirigirles la palabra".
Pero justamente por su sensiblería esas descripciones revelan una creencia universalmente compartida: para la gente común y corriente de los orígenes de la Europa moderna, la lectura era una actividad social: transcurría en talleres de artesanos, en graneros, en tabernas. Leer era un acto oral y no por obligación edificante. Así por ejemplo, un labrador evoca la lectura de una hostería del campo, según esta versión ribeteada con tonos rosáceos y compuesta por Christian Shubart en 1786:
Und bricht die Abendzeit,
So trink ich halt mein Schöpple Wein;
Da liest der Herr Schulmesister mir
Was Neuses aus der Zeitung für.
(Cuando ya no hay sino noche a mi alrededor,
bebo como de costumbre un buen vaso de vino;
el profesor de la escuela suele leer para mí
una nueva al azar de las que cuentan los diarios.)
La institución más importante de la lectura popular bajo el Antiguo Régimen era una reunión alrededor de la fogata conocida en Francia como veillée, y como el Spinnstube en Alemania. Hacia la noche, mientras los niños retozaban, las mujeres tejían y los hombres reparaban sus herramientas, cualquier persona medianamente instruida en descifrar un texto hacía las delicias de los presentes con las aventuras de Les quatre fils Aymon, Till Eulenspiegel, o cualquier otro libro favorito de la económica colección de populibros de aventuras. Algunas de estas rudimentarias ediciones de bolsillo pedían ser leídas con el sentido del oído o por lo menos eso sugieren al empezar con frases del tipo de: "La historia que usted está a punto de escuchar..." En el siglo XIX, los grupos de artesanos, sobre todo fabricantes de cigarros y sastres, solían turnarse a intervalos regulares para leer o empleaban a una persona para que leyera en voz alta mientras el resto trabajaba. En nuestros días mucha gente se entera todavía de las noticias porque una persona lee en voz alta por medio de una transmisión televisada. Quizá la televisión de nuestra época no represente esa suerte de ruptura radical con el pasado que generalmente se pretende. Sea como fuere, lo cierto es que para la mayoría de la gente en el curso de la historia era evidente que los libros disponían más de auditorios que de lectores. Los libros se prestaban más para ser escuchados que para ser leídos.
(Continúa en Fractal n.3)
Nota y traducción de Arturo Acuña Borbolla

Robert Darnton, "El lector como misterio", Fractal n° 2, julio-septiembre, 1996, año 1, volumen I, pp. 77-98