A veces he soñado, al menos, que cuando el día del juicio amanezca y los grandes conquistadores y abogados y hombres de Estado vayan a recibir sus recompensas -sus coronas, sus laureles, sus nombres grabados indeleblemente en mármol imperecedero-, el Todopoderoso se dirigirá a Pedro y dirá, no sin cierta envidia cuando nos vea venir con libros bajo nuestros brazos, “Mira, esos no necesitan ninguna recompensa. No tenemos nada que darles aquí. Les gustaba leer”. Virginia Woolf -Un cuarto propio y otros ensayos-

Me gustaría comprar todos los libros de Tolstoi y Dostoievski que ya leí pero que no tengo en mi biblioteca. También los de Daudet. Y los de Victor Hugo. A veces me pregunto qué hice con esos libros, cómo fui capaz de perderlos, en dónde los perdí. Otras veces me pregunto para qué quiero tenerlos si ya los leí, que es la forma de tenerlos para siempre. La única respuesta posible es que los quiero para mis hijos. Sé que es una respuesta tramposa: uno tiene que salir de casa a buscar los libros que lo esperan.

Roberto Bolaño

Wednesday, November 03, 2004

Armando Pretrucci -El desorden de la lectura-

El desorden de la lectura por Armando Pretrucci

Guglielmo Cavallo, Roger Chartier en Historia de la Lectura en el mundo occidental

De cuanto hemos dicho hasta el momento parece evidente que en el ámbito de las áreas culturalmente más avanzadas (EE UU y Europa) se va abriendo camino un modo de lectura de masas que algunos proponen expeditivamente que se defina como «posmoderno» y que se configura como «anárquico, egoísta y egocéntrico», basado en único imperativo: «leo lo que me parece».
Como ya se ha dicho, esto se ha originado a causa de la crisis de las estructuras institucionales e ideológicas que hasta ahora habían sustentado el anterior «orden de la lectura», es decir, la escuela como pedagogía de la lectura dentro de un determinado repertorio de textos autoritarios; la Iglesia como divulgadora de la lectura orientada hacia fines piadosos y morales; y la cultura progresista y democrática que centraba en la lectura un valor absoluto para la formación del ciudadano ideal. Pero esto es también el fruto directo de una más potente alfabetización de masas, del acceso al libro de un número mucho más elevado de lectores que el de hace treinta o cincuenta años, de la crisis de oferta de la industria editorial respecto a una demanda caóticamente nueva en términos de gusto y en términos numéricos. Todos ellos son elementos que se parecen en gran medida a la crisis que ya atravesara la lectura como hábito social y el libro como instrumento de este hábito durante el siglo XVIII europeo; cuando nuevos lectores de masas plantearon nuevas demandas y la industria editorial no consiguió responder a sus crecientes necesidades más que de un modo incierto y con retraso; cuando las tradiciones divisiones entre los libros llamados «populares» y los libros de cultura se debilitaron para numerosos lectores burgueses y para algunos de los nuevos alfabetizados urbanos.
Contrariamente a lo que sucedía en el pasado, hoy en día la lectura ya no es el principal instrumento de culturización que posee el hombre contemporáneo; ésta ha sido desbancada en la cultura de masas por la televisión, cuya difusión se ha realizado de un modo rápido y generalizado, en los últimos treinta años. En Estados Unidos, en 1955, el 78% de las familias tenían un televisor; en 1978 este porcentaje creció al 95% y en 1985 llegó al 98%. Al mismo tiempo, en la sociedad norteamericana disminuía el número de periódicos: en 1910 había más de 2.500, que descendieron a 1.750 en 1945 y a 1.676 en 1985. La situación europea y la japonesa son, desde este punto de vista, similares a la estadounidense, aunque no se presentan con las mismas características. En general, se puede afirmar con seguridad que hoy día en todo el mundo el papel de información y de formación de las masas, que durante algunos siglos fue propio de la producción editorial, y, por tanto «para leer», ha pasado a los medios audiovisuales, es decir, a los medios para escuchar y ver, como su propio nombre indica.
Por primera vez, pues, el libro y la restante producción editorial encuentran que tienen una función con un público, real y potencial, que se alimenta de otras experiencias informativas y que ha adquirido otros medios de culturización, como los audiovisuales; que está habituado a leer mensajes en movimiento; que en muchos casos escribe y lee mensajes realizados con procedimientos electrónicos (ordenador, máquina de vídeo o fax); que además, está acostumbrado a culturizarse a través de procesos e instrumentos costosos y muy sofisticados; y a dominarlos, o a usarlos, de formas completamente diferentes a los que se utilizan para llevar a cabo un proceso normal de lectura. Las nuevas prácticas de lectura de los nuevos lectores deben convivir con esta auténtica revolución de los comportamientos culturales de las masas y no pueden dejar de estar influenciados.
Como es sabido, el uso del mando a distancia del televisor ha proporcionado al espectador la posibilidad de cambiar instantáneamente de canal, pasando de una película a un debate, de un concurso a las noticias, de un anuncio publicitario de una telenovela, etc., en una vertiginosa sucesión de imágenes y episodios. De un hábito de estas características nacen en el desorden no programado del vídeo nuevos espectáculos individuales realizados con fragmentos no homogéneos que se superponen entre ellos. El telespectador es el único autor de cada uno de estos espectáculos, ninguno de los cuales se incluye en el cuadro de una cultura orgánica y coherente de la televisión, pues, efectivamente, son a la vez actos de dependencia y actos de rechazo y constituyen en ambos casos el resultado de situaciones de total desculturización, por una parte y de original creación cultural, por otra. El zapping (nombre angloamericano de esta costumbre) es un instrumento individual de consumo y de creación audiovisual absolutamente nuevo. A través del mismo, el consumidor de cultura mediática se ha habituado a recibir un mensaje construido con mensajes no homogéneos y, sobre todo, se le juzga desde una perspectiva racional y tradicional, carente de «sentido»; pero se trata de un mensaje que necesita de un mínimo de atención para que se siga y se disfrute y de un máximo de tensión y de participación lúdica para ser creado.
Esta práctica mediática, cada vez más difundida, supone exactamente lo contrario de la lectura entendida en sentido tradicional, lineal y progresiva; mientras que está muy cercana a la lectura en diagonal, interrumpida, a veces rápida y a veces lenta, como es la de los lectores desculturizados. Por otra parte, es verdad que el telespectador creativo es en general también capaz de seguir, sin perder el hilo de la historia, los grandes y largos enredos de las telenovelas, que son las nuevas compilaciones épicas de nuestro tiempo, síntesis enciclopédicas de la vida consumista, cada una de ellas puede corresponder a una novela de mil páginas o a los grandes poemas del pasado de doce o más libros cada uno.
El hábito del zapping y la larga duración de las telenovelas han forjado potenciales lectores que no sólo no tienen un «canon» ni un «orden de lectura», sino que ni siquiera han adquirido el respeto, tradicional en el lector de libros, por el orden del texto, que tiene un principio y un final y que se lee según una secuencia establecida por otros; por otra parte, estos lectores son también capaces de seguir una larguísima serie de acontecimientos, con tal de que contenga las características del hiperrealismo mítico, que son propias de la ficción narrativa de tipo «popular».

LOS MODOS DE LEER

El orden tradicional de la lectura consistía (y consiste) no sólo en un repertorio único y jerarquizado de textos legibles y «leyendas», sino también en determinadas liturgias del comportamiento de los lectores y del uso de los libros, que necesitan ambientes convenientemente preparados e instrumentos y equipos especiales. En la milenaria historia de la lectura siempre se han contrapuesto las prácticas de utilización del libro rígidas, profesionales y organizadas con las prácticas libres, independientes y no reglamentadas. En Europa, durante los siglos XIII y XIV, por ejemplo, la lectura de los profesionales de la cultura escrita, rodeados de libros, atriles y otros instrumentos, se oponían a las libres experiencias de lectura del mundo cortés y a las que carecían de disciplina y de reglas del «pueblo» burgués de lengua vulgar.
Mientras ha durado, el orden de la lectura imperante dictaba incluso a la civilización contemporánea algunas reglas sobre los modos en que debía realizarse la operación de la lectura y los comportamientos de los lectores; esas reglas descienden directamente de las prácticas didácticas de la pedagogía moderna y han encontrado una puntual aplicación en la escuela burguesa, institucionalizada entre los siglos XIX y XX. Según tales reglas, se debe leer sentado manteniendo la espalda recta, con los brazos apoyados en la mesa, con el libro delante, etc.; además, hay que leer con la máxima concentración, sin realizar movimiento ni ruido alguno, sin molestar a los demás y sin ocupar un espacio excesivo; asimismo, se debe leer de un modo ordenado respetando la estructura de las diferentes partes del texto y pasando las páginas cuidadosamente, sin doblar el libro, deteriorarlo ni maltratarlo. Sobre la base de estos principios se proyectaron las salas de lectura de las public libraries anglosajonas, lugares sagrados para la lectura «de todos», y que en consecuencia resultan prácticamente idénticas a las salas de lectura tradicionales de las bibliotecas dedicadas al estudio, al trabajo y a la investigación.
La lectura, teniendo como base estos principios y estos modelos, es una actividad seria y disciplinada, que exige esfuerzo y atención, que se realiza con frecuencia en común, siempre en silencio, según unas rígidas normas del comportamiento: los demás modos de leer, cuando lo hacemos a solas, en algún lugar de nuestra casa, en total libertad, son conocidos y admitidos como modos secundarios, se toleran de mala gana y se consideran potencialmente subversivos, ya que comportan actitudes de escaso respeto hacia los textos que forman parte del «canon» y que, por tanto, son dignos de veneración.
Según una investigación llevada a cabo por Piero Innocenti sobre un grupo de lectores italianos completamente casual, todos ellos de cultura media-alta, los hábitos de lectura de los italianos, al menos en niveles de edad y clase social documentados, son más bien tradicionales. Sobre ochenta entrevistados, sólo algunos desean leer al aire libre; doce de ellos señalan de prefieren leer sentados ante una mesa o un escritorio; y cuatro indican también la biblioteca como lugar de lectura. De todos modos, el espacio favorito es la casa y dentro de ella su habitación (el que la tiene), mientras que la forma de leer varía entre la cama y el sillón; la mayoría considera el tren como un óptimo lugar para la lectura, prácticamente equivalente al sillón casero. Sustancialmente se trata de respuestas que remiten a un código del comportamiento que aún está vigente desde los siglos XIX y XX, vinculado a unas costumbres (con excepción del tren) que se establecieron hace algunos siglos en la Europa moderna y que básicamente carece de novedades relevantes.
El convencionalismo y el tradicionalismo de los hábitos de lectura de los entrevistados de esta investigación provienen tanto del elevado grado de cultura, como de la clase social, la edad y del hecho de que se trata de europeos culturizados. En este sentido, no es casual que la única joven del grupo de menos de veinte años de edad y que sólo tenía estudios primarios ha mostrado preferencias y hábitos claramente opuestas a los de los demás, y entre las maneras de leer ha señalado también la de extenderse en el suelo sobre una alfombra.
Ya se ha apuntado el hecho de que los jóvenes de menos de veinte años de edad representan potencialmente a un público que rechaza cualquier clase de canon y que prefiere elegir anárquicamente. En realidad, rechazan también las reglas de comportamiento que todo canon incluye. Como se ha escrito recientemente, «los jóvenes afirman que leen de todo, siempre y en cualquier lugar. El tebeo tiene esta característica, que se adapta a todos los ambientes...»
La impresión que se tiene cuando se frecuentan los lugares de estudios superiores en Estados Unidos y en especial algunas bibliotecas universitarias (si es que una experiencia personal y casual puede asumir un significado general) es que los jóvenes lectores están cambiando, como en todos los países, las reglas del comportamiento de la lectura que hasta ahora han condicionado rígidamente este hábito. Y esto se advierte en las bibliotecas, lo cual es aún más importante para el observador europeo, porque significa que el modelo tradicional ya no tiene validez ni siquiera en el lugar de su consagración, que en otros tiempos fue triunfal.
¿Cómo se configura el nuevo modus legendi que representan los jóvenes lectores?
Éste comporta, sobre todo, una disposición del cuerpo totalmente libre e individual, se puede leer estando tumbado en el suelo, apoyados en una pared, sentados debajo de las mesas de estudio, poniendo los pies encima de la mesa (éste es el estereotipo más antiguo y conocido), etc. En segundo lugar, los «nuevos lectores» rechazan casi en su totalidad o los utilizan de manera poco común o imprevista los soportes habituales de la operación de la lectura: la mesa, el asiento, y el escritorio. Pues ellos raramente apoyan en el mueble el libro abierto, sino que más bien tienden a usar estos soportes como apoyo para el cuerpo, las piernas y los brazos, con un infinito repertorio de interpretaciones diferentes de las situaciones físicas de la lectura. Así pues, el nuevo modus legendi comprende asimismo una relación física con el libro intensa y directa, mucho más que en los modos tradicionales. El libro está enormemente manipulado, lo doblan, lo retuercen, lo transportan de un lado a otro, lo hacen suyo por medio de un uso frecuente, prolongado y violento, típico de una relación con el libro que no de lectura y aprendizaje, sino de consumo.
El nuevo modo de leer influye en el papel social y en la presentación del libro en la sociedad contemporánea, contribuyendo a modificarlo con respecto al pasado más próximo, como es fácil constatar si examinamos las modalidades de conservación. Según las reglas de comportamiento tradicionales, el libro debía -y debería- ser conservado en el lugar adecuado, como la biblioteca, o dentro de ambientes privados en muebles específicos, como librerías, estanterías, armarios, etc. Sin embargo, actualmente el libro en una casa (incluso ahora también en las bibliotecas en donde los materiales de consulta yo no son sólo los libros) convive con un número de objetos diferentes de información y de formación electrónicos y con abundantes gadgets tecnológicos o puramente simbólicos que decoran los ambientes juveniles y que caracterizan su estilo de vida. Entre estos objetos el libro es el menos caro, el más manipulable (podemos escribir en él, ilustrarlo, etc.) y el que más se puede deteriorar. Las modalidades de su conservación están en estrecha relación con las de su utilización: si éstas son casuales, originales y libres, el libro carecerá de un lugar establecido y de una colocación segura. Hasta que los libros son conservados, se encontrará entre los demás objetos y con los otros elementos de un tipo de mobiliario muy variado y sigue su misma suerte que es, en gran medida, inexorablemente efímera.
Todo ello termina por tener a su vez algún reflejo en los hábitos de lectura, en el sentido de que la breve conservación y la ausencia de una colocación concreta y, por tanto, de una localización segura, hacen difícil, incluso imposible una operación que se repetía en el pasado: la de la relectura de una obra ya leída, y que derivaba estrechamente de una concepción del libro como un texto para reflexionar, aprender, respetar y recordar; muy diferente al concepto actual de libro como puro y simple objeto de uso instantáneo, para consumir, perder o inclusive tirarlo en cuanto se ha leído.
Hace ya algún tiempo Hans Magnus Enzensberger, después de haber afirmado perentoriamente que «la lectura es un acto anárquico», reivindicaba la absoluta libertad del lector, contra el autoritarismo de la tradición crítico-interpretativa:

El lector tiene siempre razón y nadie le puede arrebatar la libertad de hacer de un texto el uso que quiera;

y continúa:

Forma parte de esta libertad hojear el libro por cualquier parte, saltarse pasajes completos, leer las frases al revés, alterarlas, reelaborarlas, continuar entrelazándolas y mejorándolas con todas las posibles asociaciones, recabar del texto conclusiones que el texto ignora, enfadarse y alegrarse con él, olvidarlo, plagiarlo, y, en un momento dado, tirar el libro en cualquier rincón.

Tomado de:
http://www.lander.es/~lmisa/histlect3.html
De la página de Luis Misa